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CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (6) En la recta final hacia los «oscars» se acumulan los estrenos que aspiran a alzarse con alguna estatuilla de fuste en la próxima ceremonia. Dos ejemplos de ello son Buenas noches, y buena suerte, de George Clooney, y Capote, de Bennett Miller, que comparten su carácter híbrido entre la crónica histórica, el reportaje de investigación y el documental de aparente vocación objetivista. Sin embargo, los resultados de ambos filmes no son similares. A continuación el lector dispone de la crónica del filme de Clooney, y dentro de poco este cronista promete acometer el análisis de Capote.

Buenas noches, y buena suerte es la segunda tentativa de Clooney tras las cámaras, después de la interesante pero irregular Confesiones de una mente peligrosa. Ahora sin Charlie Kaufman como guionista, el Clooney director ha conseguido una película tan modesta como atractiva. Partiendo de un suceso verídico, la famosa «caza de brujas» del senador McCarthy, el filme relata en un sobrio blanco y negro la lucha del reportero y presentador Edward Murrow a favor de la libertad de opinión. A partir de esta premisa, la cinta se aplica a denunciar en apenas hora y media (bendita brevedad) un caso de corrupción política y puritanismo social que puede leerse en presente gracias a que la película nunca soslaya su condición de metáfora de la actualidad. Sin necesidad de subrayar el paralelismo entre los métodos de McCarthy y los de la administración Bush, como si de un Michael Moore cualquiera se tratase, Clooney sabe evitar los riesgos del exhibicionismo y de la demagogia. De este modo, Buenas noches, y buena suerte se beneficia de una sutileza en el trazo a la que no son ajenos los diversos formantes del filme, como la excelente fotografía de Robert Elswitt; la música de Diana Reeves, que sirve como coro de la peripecia personal de Murrow, o la magnífica interpretación de un contenido David Strathairn. Sin alzar demasiado la voz, Clooney ha rodado una auténtica rara avis en el panorama cinematográfico estadounidense, cuyo precedente inmediato habría que buscar acaso en el Quiz Show que dirigió Robert Redford (otro actor-director) hace ya una década. Así, a la película de Clooney se le disculpan un prólogo y un epílogo tal vez «prescindibles», la aridez discursiva de unos pocos fragmentos y el predecible destino de algunos personajes (el encarnado por Billy Bob Thornton). Con una notable parquedad de medios, quizá Clooney no ha rodado la mejor película del año, pero probablemente sí la más honesta.

Publicado el lunes, 27 de febrero de 2006, a las 18 horas y 07 minutos

CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (5) No todos los títulos que «suenan» como oscarizables logran abrirse paso hacia ese Olimpo pagano de celuloide que empieza cuando se extiende la alfombra roja sobre Hollywood. Dos ejemplos de ello son Orgullo y prejuicio, enésima revisión del universo narrativo de Jane Austen, esta vez a cargo de Joe Wright, y Los tres entierros de Melquíades Estrada, dirigida e interpretada por el veterano Tommy Lee Jones, que han tenido que contentarse con optar la pedrea.

Orgullo y prejuicio responde a los parámetros de un producto típicamente british ceñido a la ilustración de una obra literaria de prestigio. Así, los hermosos paisajes de la campiña inglesa, el gusto por los encuadres pictóricos y la contenida actuación de intérpretes de contrastado prestigio —un socarrón Donald Sutherland y una algo desmedida Brenda Blethyn— constituyen los principales alicientes de este filme. No obstante, en el balance del «debe» se encuentra, sobre todo, la escasa novedad de la propuesta rodada por Joe Wright. Después de la suntuosa adaptación de Sentido y sensibilidad por parte de Ang Lee —además de otras cintas inspiradas por el mundo literario de Austen, como Emma o Mansfield Park—, el espectador conoce con precisión no sólo el argumento, sino hasta los detalles ornamentales característicos de tales películas. Así, el exaltado romanticismo de algunas de las imágenes de este Orgullo y prejuicio, más afín a los espíritus atormentados de las Brönte que a las celestiales criaturas de Austen, parece legitimado tras la citada Sentido y sensibilidad, que también jugaba la baza de cierto paisajismo sentimental. En una época en la que las páginas de Austen pueden reciclarse para ejercicios posmodernos al estilo de Bodas y prejuicios, ya comentada en otro lugar de esta página, uno no pone en duda el exquisito tratamiento de la película de Wright, pero sí la pertinencia de realizar una adaptación canónica de materiales tan socorridos por realizadores faltos de originalidad.

En la otra ladera del filme de Wright, Los tres entierros de Melquíades Estrada recupera la geografía íntima del western fronterizo y el soporte del drama social sobre los «espaldas mojadas» para un filme que no es, en sentido estricto, ni una cosa ni otra, sino más bien una fábula moral o una muy interesante horse movie. La película cuenta con elementos que remiten a las violentas epopeyas de Sam Peckimpah y al John Sayles de la magnífica Lone Star. Con estos mimbres, el guionista Guillermo Arriaga, premiado en el pasado festival de Cannes, refrena aquí el exhibicionismo de sus anteriores libretos cinematográficos —Amores perros y 21 gramos— para elaborar una peculiar cartografía humana no exenta de compasión ni de ráfagas de un humor negrísimo. Aunque el filme no renuncia a la desconexión temporal y al protagonismo coral que define el mundo de ficción de Arriaga, Tommy Lee Jones consigue embridar la excesiva tendencia a la sordidez del guionista mediante un calculado proceso de distanciamiento que, a la postre, favorece la heterogenidad tonal del filme. Así, Lee Jones ha filmado una opera prima más que notable, que oscila entre la sátira social, el fresco cultural con regusto «tex mex» y el thriller crepuscular. Basta con decir que probablemente Clint Eastwood no lo habría hecho mejor.

Publicado el lunes, 20 de febrero de 2006, a las 17 horas y 17 minutos

BLACKVILLE. Una de las peores cosas que le pueden suceder a un buen cineasta es que una mañana amanezca creyéndose un genio. Y eso parece haberle ocurrido al danés Lars Von Trier, que, después de jugar a ser un Dreyer posmoderno, se metió en camisa de once varas con el movimiento Dogma —aunque en su marco realizó la que acaso sea su mejor película, Los idiotas— y actualmente se halla embarcado en el rodaje del último capítulo de una trilogía que pretende nada más y nada menos que revisar la historia americana contemporánea.

Después de Dogville, donde una sufrida Nicole Kidman encarnaba a Grace, metáfora un tanto obvia de la propia América, ahora se estrena en nuestras pantallas el segundo eslabón de dicho proyecto: Manderlay. Por el camino, han abandonado la Kidman, sustituida por Bryce Dallas Howard, y James Caan, reemplazado por un Willem Dafoe que no resta hieratismo al personaje, pero que añade sus tics interpretativos habituales. Por lo demás, a Manderlay se le pueden achacar los defectos habituales en las segundas partes de cualquier filme contemporáneo, ya que, más que una continuación, se concibe como un remake de Dogville, si bien ahora el tema principal de la película parece ser el racismo. Y digo parece ser porque, después de dos horas y media de proyección, a este cronista le resultó bastante confuso el propósito de la cinta.

El caso es que Manderlay ya no cuenta con el factor sorpresa de su predecesora ni con el asombro inicial que causaba la teatral puesta en escena de Dogville. Pese a que su envoltorio estético no resultaba plenamente original —recuérdese desde el famoso Marat-Sade de Peter Weiss hasta la interactiva Las maletas de Tulse Lupper, de Peter Greenaway—, Dogville tenía al menos el mérito de acotar un territorio cinematográfico propio, que parecía beber de las técnicas de distanciamiento que imponía a su dramaturgia Bertolt Brecht. Sin embargo, cuando uno se habitúa al escenario, exige un argumento, unos personajes de carne y hueso y un componente de denuncia social que Von Trier no está dispuesto a ofrecer. Frente al racismo que pervive todavía en ciertas comunidades estadounidenses, el realizador se conforma con un titubeante discurso abstracto que, para empeorar las cosas, no puede ser más ambiguo. Si seguimos la senda que traza Von Trier, al final de la película el espectador sale convencido que, debido a la «mala educación» recibida por la sociedad, el único futuro que puede desear un negro es la esclavitud, puesto que por naturaleza es maleable, engañoso y sumiso. Probablemente ése no sea el mensaje que Von Trier pretende transmitir, como subrayan las imágenes de archivo que incluye como colofón del metraje, pero si asumimos el carácter de parábola que preside la cinta resulta difícil alcanzar otra conclusión.

Al fluctuar entre la dramaturgia experimental, el discurso ideológico y el mero espectáculo de ficción, Von Trier fracasa en todos los terrenos. Ni simple ejercicio artístico ni reflexión social medianamente trabada, Manderlay avanza desde sus prometedoras imágenes iniciales hacia un abismo del que sólo es culpable la dictadura autoimpuesta por el realizador. Así, lo que en Dogville era un intento fallido, aquí alcanza ya cotas de absurdo e involuntario ridículo (véanse las referencias a las pulsiones sexuales de Grace). Si no fuese por su sordidez ambiental y por la seriedad del tema que aborda, en ocasiones uno creería asistir a la representación de una obra de Jardiel Poncela, con Danny Glover como uno de esos personajes obsesivos y desquiciados que tanto le gustaban al autor español. Tras el cilicio de Manderlay, este sufrido espectador sólo desea formular una petición: que Von Trier vuelva a ser el émulo resabiado de Dreyer que solía ser, o que al menos ningún productor esté dispuesto a financiar la tercera parte con la que amenaza.

Publicado el viernes, 17 de febrero de 2006, a las 17 horas y 25 minutos

LIKE DYLAN IN THE MOVIES. La noche del sábado al domingo este cronista decidió enfrentarse a uno de esos regalos navideños que uno va posponiendo para disfrutarlos con detenimiento, con pausa y, a poder ser, con un vaso de contenido brumoso en la mano. Me refiero a No direction home, el documental que Scorsese consagró a Dylan el año pasado y que acaba de ser galardonado con el Grammy a la mejor película de contenido musical. Aunque atemorizado por los dos cedés que contenía la caja, quien suscribe decidió, en un acto de valentía, atreverse a caminar por la selva de celuloide que proponía el viejo maestro del cine.

Desde luego, No direction home entusiasmará a los fans de Dylan, entre quienes uno ni se cuenta ni deja de contarse, aunque admire tanto los himnos folk de su primera época como algunas de las perlas rockeras de su etapa posterior. No obstante, lo que resulta más peculiar es que el filme también interesará a quienes no sean melómanos empedernidos, pero quieran adentrarse por las avenidas (y las trastiendas mal iluminadas) de la mitología contracultural americana. Si bien el mecanismo de la película obedece a las leyes del documental en su alternancia de entrevistas a colegas, amigos y vecinos del cantautor (Joan Baez, el poeta Allen Ginsberg) y secuencias de actuaciones musicales, Scorsese pretende ir un paso más allá y reflexionar sobre la educación cultural de una generación. En ese sentido, su manejo del material de archivo y su indagación en los iconos sesentayochistas se revela todo un acierto. Así, la biografía intelectual de Dylan —que nadie espere aquí ni el menor resquicio a la chismología sentimental— se trenza con un panorama complejo donde conviven la factory de Warhol, las proclamas pacifistas de Martin Luther King, los destellos de la poesía beat o las protestas contra la guerra de Vietnam en la Universidad de Berkeley. No obstante, la cinta también ofrece algún espacio para el intimismo, gracias a los largos monólogos que Dylan dedica a su formación musical y a la influencia que en él ejerció Woody Guthrie.

Por último, Scorsese logra quizá la pirueta más difícil para el documentalista: lograr que el espectador se forme su propia imagen del personaje a través del caleidoscopio de opiniones vertidas por quienes lo conocieron. Ajeno a la tentación de la hagiografía, en la que caía el reciente biopic de Cash, el realizador muestra el rostro ambivalente de un Dylan polémico que participó en los principales debates musicales de su tiempo —canción comprometida vs. libertad rock, regreso a las raíces folk vs. concesiones al gusto pop— con una postura no siempre nítida. Ahí están, para poner de relieve las contradicciones del genio, los demoledores comentarios de Joan Baez sobre el «oportunismo» del creador. En resumen, No direction home dará a los fans de Dylan la ocasión de seguir en sus trece y a cualquier cinéfilo la satisfacción de recuperar a un Scorsese que, tras sus últimos batacazos en el terreno de la ficción, parece haber recuperado buena parte de su nervio narrativo en este ejercicio testimonial. Uno no se lo pasaba tan bien con una estrella de música desde la proyección de Year of the horse, el excelente documental de Jim Jarmusch sobre la gira de Neil Young en 1996. Y algo ha llovido desde entonces.

Publicado el lunes, 13 de febrero de 2006, a las 14 horas y 51 minutos

CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (4) Munich, la última película de Steven Spielberg, comienza donde terminan la mayoría de las narraciones cinematográficas: con el hecho histórico que justifica la realización del filme. Así, la cinta se inspira en el atentado de las Olimpíadas de Munich que costó la vida a buena parte de los integrantes del equipo israelí. Sin embargo, pese a su punto de partida, no nos encontramos ante una revisión posmoderna de los clichés del cine político, como ocurría en la magnífica Buenos días, noche, de Marco Bellocchio. Frente a la actualización de la antigua dialéctica sesentayochista, Spielberg aboga por un tipo de cine capaz de combinar el entretenimiento (e incluso el gran espectáculo) con el contenido ideológico. Por ello, Munich utiliza un lenguaje propio del thriller hollywoodiense, e incluso en ocasiones desciende a la sintaxis del género de espionaje —a ello remite, por ejemplo, la variada ambientación geográfica de la película—. De este modo, Spielberg desplaza la carga política latente en las imágenes a un discurso sobre la venganza y el sentimiento de culpa. No obstante, esta decisión no resta audacia al planteamiento del nuevo filme del rey Midas del séptimo arte, sino que contribuye a insertarlo en un horizonte estético más amplio. Sin renunciar a un plano concreto, que ofrece una mirada personal sobre el actual conflicto israelí-palestino, el director impregna también su celuloide de secuencias abstractas, que trasmiten una rara sensación de poesía en medio de la violencia predominante.

La reconstrucción del atentado de Munich jalona el periplo físico y existencial de un antiguo agente del servicio secreto israelí (un sobrio Eric Bana) inmerso en un peculiar ajuste de cuentas. La película se ofrece como fiel testimonio del itinerario del protagonista al frente de un comando paramilitar. Siguiendo esta premisa, Spielberg adopta una actitud objetivista, descriptiva y minuciosa, que al mismo tiempo reflexiona sobre las contradicciones de la violencia contemporánea. Con magistral precisión, el filme se sustenta sobre una serie de motivos reiterados hasta desembocar en un crescendo dramático que remite al mejor Scorsese (el de Uno de los nuestros y Casino). A lo largo de sus casi tres horas de metraje, el realizador apenas se permite algún desfallecimiento de la tensión en la parte central del relato o algún episodio prescindible (el de la femme fatale) dentro de una trama sólidamente elaborada.

En definitiva, y a la espera de ver el Buenas noches, y buena suerte de Mr. Clooney, Munich se le antoja a este cronista un excelente filme y la mejor opción para alzarse con el «oscar» a la mejor película. Sin embargo, Spielberg lo va a tener difícil en esta ocasión, ya que Munich carece del aliento épico y del arrastre moral de La lista de Schindler. Mucho más ambigua en su retrato de «buenos» y «malos», Munich escapa a las taxonomías maniqueas habituales en el nuevo Hollywood y evita el tono de los relatos edificantes. En un territorio áspero y desnudo, ajeno a cualquier espejismo de reconciliación, se enmarcan las cualidades de este camino de Spielberg a través del desierto.

Publicado el martes, 7 de febrero de 2006, a las 21 horas y 31 minutos

CABALGANDO HACIA LOS OSCARS (3) En la cuerda floja, dirigida por James Mangold, se presenta como un fidedigno relato biográfico del cantante country Johnny Cash. Sin embargo, a pesar de las connotaciones acrobáticas de su título, el filme de Mangold se caracteriza precisamente por su ausencia de riesgo, por su capacidad para plegarse cómodamente a todos los clichés del «retrato de artista» en celuloide. La película cuenta a su favor con la esforzada interpretación del dueto protagonista, un Joaquin Phoenix que imposta con desenvoltura los gestos y la voz de Cash y una Reese Witherspoon que parece destinada a suceder a Julia Roberts en el trono de «novia de América».

No obstante, todo en esta hagiografía de Cash escrita por sí mismo (no en vano, el guión está basado en la autobiografía del cantante) deja un inequívoco sabor a déjà vu. Así, ni la torturada infancia del artista, ni su flirteo con las drogas, ni sus conflictos sentimentales resultan ajenos al espectador habituado a este tipo de narraciones. Tampoco depara ninguna sorpresa, pese a estar contada in medias res, el esquema ascenso-caída-redención de Cash, que parece conducir inevitablemente al happy end final y que hace que el cinéfilo añore los desenlaces, más violentos y cínicos, de las películas de Scorsese sustentadas en una estructura similar. En definitiva, Mangold se limita a cubrir el expediente con varios números musicales, una intriga amorosa más bien manida y hasta el cameo de un Elvis de pacotilla dándole una palmadita en la espalda a Cash. Como puede verse, nada muy alejado de cualquier teleserie de sobremesa. Recomendable para fans de Johnny Cash y ávidos devoradores de biografías made in Hollywood. ¿Por qué Cash logró en los años sesenta vender más discos que los Beatles?

Publicado el domingo, 5 de febrero de 2006, a las 13 horas y 06 minutos

NOS OBSERVAN (2) Algunas películas vienen aureoladas por un prestigio que hace casi prescindibles las palabras del crítico, pues en su lugar parecen hablar los numerosos premios cosechados. Es el caso de Caché (Escondido), nueva incursión del austriaco Michale Haneke por las trastiendas de la Europa civilizada. No en vano, la película ha obtenido los principales galardones en la pasada ceremonia de los premios Europeos, reconocimientos importantes en el festival de Cannes, y si no compite para los oscars se debe únicamente a que Hollywood exige que las películas estén rodadas en el idioma nacional del país de producción. Y, aunque Caché es una producción austriaca, Daniel Auteuil y Juliette Binoche, los protagonistas del filme, hablan un francés con nítido acento parisino.

El caso es que, más allá de premios y polémicas, a uno le parece que, sinceramente, la película no es para tanto. Haneke lleva quizá demasiados años jugando a ser enfant terrible y, a pesar de que a veces ha sabido transmitir el horror de los nuevos autoritarismos (en la escalofriante Funny Games), su cine siempre se encuentra a un paso del ridículo (en el que incurrió en la espantosa La pianista, que encima goza de un raro prestigio crítico). Pues bien, Caché es una película que rebosa «haneikidad» —si se me permite el neologismo— en todas sus secuencias. De este modo, aunque la premisa argumental de la que parte la acción daría para un thriller de suspense al estilo de Hitchcock, Haneke quiere hablarnos, por supuesto, de otra cosa. Y el problema es que la otra cosa, una fábula tirando a sórdida sobre el sentimiento de culpa, la inmigración, la diferencia de clases y no sé cuántos aspectos más, se sostiene exclusivamente en el plano metafórico, pero en el nivel real, a pie de fotograma, naufraga con estrépito. Así, el realizador acaba por convertir a sus personajes en marionetas que maneja a su arbitrio para ilustrar una tesis bastante difusa. En medio, despliega todo un arsenal de tics de autor, desde el juego con diferentes texturas (el rodaje del programa de televisión de Auteuil y las escenas de revisión de los vídeos anónimos, tal vez el recurso formal más audaz de toda la película) hasta largos planos secuencia dignos del Angelopoulos menos posibilista.

Es cierto que el cine social necesita revisar y actualizar sus viejos engranajes estilísticos, y que Haneke es uno de los pocos directores interesados en llevar a cabo esa renovación, pero a este cronista le parece que en demasiadas ocasiones el riesgo se considera un valor estético «per se». En ese sentido, no cabe duda de que Caché es una película valiente. Tan valiente como fallida.

Publicado el miércoles, 1 de febrero de 2006, a las 20 horas y 05 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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