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LA FE (2) La joven del agua, la última película del taumaturgo Shyamalan, contiene la mejor trampa de su ya no tan incipiente filmografía: en este caso, la trampa reside precisamente en que no hay trampa. Con su envidiable habilidad para fabricar espejismos y mantener al espectador clavado en la butaca, Shyamalan entrega ahora una película que se presenta como una pieza menor dentro de su obra, un relato de tintes oníricos traspasado por una certera mirada costumbrista inédita hasta la fecha en su producción. Sin embargo, la premisa argumental —la del vigilante de un viejo motel que encuentra en la piscina comunitaria a una suerte de sirena (o «narf») llamada Story— es sólo el pretexto para construir una reflexión mucho más amplia sobre los vínculos colectivos, la necesidad de la utopía y, en definitiva, la reivindicación explícita de la fe en una sociedad que amenaza ruina.

Pocas veces el espectador ha tenido la oportunidad de encontrar a un Shyamalan tan optimista, lo que redunda en los abundantes guiños humorísticos que el realizador se permite a costa del pintoresco vecindario que regenta Paul Giamatti. Al final de la proyección descubrimos que el director ha conseguido crear una galería humana poblada por seres tan extraños como, paradójicamente, reconocibles: la estudiante japonesa que vive con su madre, el joven que sólo desarrolla una mitad de su cuerpo, el solitario que contempla la televisión en su buhardilla, el adicto a los crucigramas, la bulliciosa familia portuguesa, el escritor en busca de inspiración o el genial coro de «colgados» irredentos. Todos ellos son las herramientas que dotan de sentido a la fábula ancestral que propone Shyamalan. Y todos ellos, incluido el tímido conserje encarnado por Giamatti, son también los depositarios de secretos que sólo la aparición de Bryce Dallas Howard logra revelar.

Pero, desengañémonos, La joven del agua no se contenta con ofrecer un curioso mosaico costumbrista, sino que reclama una mirada contemporánea sobre los mecanismos que rigen la ficción. En esta clave netamente posmoderna cabe interpretar la presencia del antipático crítico de cine que protagoniza una secuencia magistral: aquella en la que el personaje, enfrentado a una situación desesperada, valora todas las posibilidades que el espectador habituado al género fantástico concibe en un momento similar. Por supuesto, Shyamalan rompe las expectativas del resabiado personaje y deslegitima, con ello, cualquier interpretación realista de los trucos que despliega en la pantalla. De hecho, el crítico es el único racionalista a ultranza dentro de un discurso planteado como un expreso elogio de la fantasía. Es probable que algunos críticos (de los de verdad) acusen a Shyamalan de favorecer el lirismo sobre la lógica del discurso o de incluir en el celuloide ciertos apuntes mesiánicos que tampoco resultan en absoluto ajenos a Spielberg. Me temo que Shyamalan sólo podría replicar a esas críticas con la respuesta que el escorpión le dio a la rana: «es mi carácter». Y quienes creemos en su cine nos alegramos de que así sea.

Publicado el jueves, 31 de agosto de 2006, a las 12 horas y 38 minutos

LA FE (1) El fin de semana que acaba de terminar, este cronista ha retomado su práctica habitual de las dobles sesiones, acomodándose, eso sí, a la laxitud de los horarios estivales. La selección ha sido United 93, de Paul Greengrass (la crítica, a continuación), y La joven del agua, de M. Night Shyamalan (la crítica, muy pronto). Más allá de los extraños caprichos de la distribución y de la tonalidad casi antagónica de ambas películas, resulta curiosa la coincidencia en el tema subyacente en los dos filmes: nada menos que la fe, aplicada al escenario trágico de los atentados terroristas del 11 S (en el primer caso) y a una fábula de neto regusto posmoderno (en el segundo).

En la mejor escena de United 93, un montaje paralelo muestra a los pasajeros y a los secuestradores rezando, en distinto idioma y a distinto dios, por conseguir lo contrario: salvarse o estrellar el avión en la Casa Blanca. El espectador sabe que ninguno de ellos alcanzará su objetivo, pero Greengrass dilata el citado momento para lograr una tensión casi insoportable. Al fin y al cabo, eso es lo que propone United 93, una reconstrucción en clave documental de lo que sucedió en el último avión secuestrado el 11 de septiembre de 2001. Para ello, el director apenas se entromete en motivos psicológicos, no se esfuerza por juzgar a sus personajes y no indaga en las causas que conducen al trágico desenlace. Al igual que en el antiguo cinéma vérité, Greengrass utiliza la cámara como un testigo de la realidad o de un simulacro muy próximo a lo real.

Sin embargo, la frialdad objetivista que envuelve los fotogramas no renuncia al efecto dramático que United 93 consigue al convertir al espectador en un pasajero más de su vuelo, siguiendo la técnica «interactiva» que Spielberg desarrolló en el desembarco de Normandía al inicio de Salvar al soldado Ryan. De hecho, la labor de voyeurización a la que se ve sometido el espectador está a punto de anular cualquier posible reflexión crítica. Una vez asumida la premisa argumental, éste acaba preguntándose qué clase de ejercicio masoquista le ha llevado a participar en una película donde se agradecen los intentos del realizador por «airear» la trama, ya sea mediante el reflejo la inoperancia de unas autoridades que se vieron sobrepasadas por la magnitud de lo sucedido, ya sea a través de la mirada de los trabajadores que contemplan estupefactos los impactos en las Torres Gemelas. Pero no hay que buscarle una pata menos al gato. Pese al ascetismo de la puesta en escena y al deseo de escapar a toda posible tentación de ficcionalizar lo ocurrido, United 93 tiene menos de auto sacramental laico que de tragedia. Así, los pormenores del embarque, las conversaciones triviales o las indicaciones de las azafatas se convierten en gestos ritualizados al servicio de la escenificación del drama. Tampoco la finalidad de la película de Greengrass se distancia de la de la tragedia clásica: hacer de la representación del dolor un medio de catarsis colectiva.

Publicado el lunes, 28 de agosto de 2006, a las 13 horas y 52 minutos

LA DEL PIRATA COJO. En estos días en los que la cartelera languidece bajo los efectos del calor estival, el cinéfilo acaba viviendo un ejercicio de manierismo estético. Su labor, que en otras épocas del año le exige seleccionar entre los estrenos semanales, atrapar al vuelo alguna película de paso fugaz o lamentarse de las que nunca se detendrán en nuestras pantallas, se limita ahora a probar pasivamente los éxitos precocinados al gusto de Hollywood. Y resulta sorprendente descubrir las múltiples categorías en que pueden dividirse los megahits veraniegos, desde las consabidas parodias de tercer (o cuarto) grado hasta los delirios fantástico-catastrofistas, pasando por la sempiterna actualización de las películas de aventuras para toda la familia. Dentro de ese panorama, la «película del verano» —versión cinematográficamente concertada de las canciones de Georgie Dann— suele ser aquella capaz de amalgamar todos los ingredientes anteriores en un cóctel que habitualmente resulta tan previsible como bizarro. Y este año, una vez descartada la opción superhéroe debido al abatimiento que provoca el último Superman, el honor le corresponde a la segunda entrega de los ya famosos Piratas del Caribe®.

Al menos cabe reconocerle a Gore Verbinski el valor de haberse embarcado literalmente en «una de piratas» después del rotundo fracaso de La isla de las cabezas cortadas, que estuvo a punto de costarles el exilio involuntario a sus creadores. No obstante, Verbinski introdujo ya en la primera película de la saga una premisa que la distanciaba de los clásicos de aventuras: una clara tonalidad autoparódica, que no renunciaba al deliberado anacronismo, y una aproximación al género fantástico entre tétrica y light. En la nueva entrega, los piratas de Verbinski vuelven a tener adversarios tirando a lúgubres y viven nuevos encuentros y desencuentros en pura clave bizantina.

Sin embargo, los problemas surgen enseguida. El primero de ellos reside en que, más allá de su audacia inicial, Verbinski se muestra poco hábil para hacer avanzar su artefacto, lo que le obliga a repetir la misma fórmula narrativa con mínimas variantes (peleas sobre ruedas de molino / peleas dentro de jaulas, catástrofes marinas / catástrofes subacuáticas, etc.). Otro de los aspectos que se le pueden reprochar a estos piratas posmodernos es que los argumentos de sus películas se parecen demasiado a los de una serie de aventuras gráficas para ordenador —la magistral Monkey Island—, hasta el punto de calcar ciertas secuencias, imágenes y peripecias (la serenata nocturna del pirata zombie, el episodio de los caníbales). Y la puntilla consiste en las dos horas y media largas que dura la acción, por más que salga Keira Knightley y que el capitán Sparrow sea uno de esos intrépidos petimetres que tan bien se le dan a Johnny Depp (un personaje por lo demás muy similar al que interpretaba en Sleepy Hollow). En definitiva, Piratas del Caribe garantiza un cierto entretenimiento para todos los públicos, aun a costa de su ya escasa novedad y de que el espectador, probablemente, nunca más volverá a pedir pulpo a la gallega.

Publicado el lunes, 21 de agosto de 2006, a las 20 horas y 06 minutos

MUERTE DE UNA FIESTA. Desde un apartamento alquilado que da al Mediterráneo, recibo mensaje telegráfico de M. Altares: "Cerraron los Astoria's. Stop. No fui al homenaje. Stop. Nunca me gustaron las despedidas. Stop. Los cines en mi ciudad. Stop. Igual. Stop. A. Stop. Siniestro. Stop. Total. Stop". Yo, por hoy, no digo (ni escribo) más.

Publicado el viernes, 4 de agosto de 2006, a las 18 horas y 10 minutos

POÉTICA DEL CINE DE ACCIÓN. Las carteleras estivales, tan proclives como siempre a estrenos fugaces y a productos fungibles, han hecho coincidir dos películas que bien podrían adscribirse al género del cine de acción, aunque se enfrenten al mismo desde distintos enfoques. La primera de ellas, Misión imposible III, del debutante J. J. Abrams, constituye la tercera entrega cinematográfica de la saga que ha venido a desbancar al tradicional cine de espías que proliferó durante la «guerra fría». No en vano, el Ethan Hawke que encarna Tom Cruise resulta bastante menos anacrónico que James Bond, ese agente con rostro multiforme al servicio de Su Majestad, y con licencia para matar. La segunda, Domino, es el singular biopic de la modelo y cazarrecompensas Domino Harvey que han urdido Tony Scott y el guionista Richard Kelly (autor de Donnie Darko).

Lo curioso es que ambas cintas, en apariencia cercanas, plantean perspectivas antagónicas en cuanto a la concepción de lo que debe ser la puesta en escena o el desarrollo del discurso cinematográfico. Vaya por delante que a este cronista le parecen estupendas las dos primeras «misiones imposibles», tanto la película inaugural de Brian de Palma como la secuela de John Woo. Mientras que de Palma diseñó a un héroe frío y casi aséptico envuelto en una intriga que funcionaba como un juego de espejos, Woo rodó una película mucho menos distante y bastante más hortera, que en cierto modo daba carpetazo al bizarro debate sobre la estética del simulacro en el cine contemporáneo que había suscitado la primera parte. La tercera Misión imposible es un filme menos personal que los anteriores, pues presenta a un héroe hasta cierto punto convencional —un Hawke a punto de abandonar por amor su vida aventurera— en una intriga que al espectador no puede sino resultarle familiar. Sin embargo, asumiendo los tópicos de la película de Abrams, hay que concederle al menos la virtud de no haberse limitado a calcar las escenas de sus hermanas mayores y de ser capaz de mantener la atención del respetable gracias al buen pulso de una dirección que encadena persecuciones, estallidos y tiroteos con una habilidad que para sí querrían algunos veteranos del género. Al modesto triunfo de la película contribuye también la aparición estelar de Philip Seymour Hoffman —aquí algo más contenido que en Capote—, quien introduce un par de trucos de cambios de identidad que no habrían desagradado al John Woo de Face Off.

Si Misión imposible III transmite la impresión de ser un mediocre guión bien plasmado en imágenes, con Domino ocurre justo lo contrario: el espectador siente que se encuentra ante una buena historia narrada con irritante arbitrariedad. Tony Scott, a quien los árboles le impiden a menudo ver el bosque, parece encantado de poner en imágenes la biografía de Domino de la forma más artificiosa posible. Sin embargo, los efectismos de una realización deudora de las maneras estéticas del videoclip, las constantes trampas de un guión redactado para desconcertar al espectador y los diversos homenajes / plagios que se dan cita en la pantalla, desde Quentin Tarantino a Robert Rodríguez pasando por Oliver Stone, acaban por limitar el interés de una película que promete más de lo que ofrece. Algunos apuntes aislados de la intriga o del carácter de los personajes —los magníficos secundarios—, así como la interpretación de los actores, sobre todo de un remozado Mickey Rourke, son las principales bazas de una cinta que hubiera ganado mucho si no jugase con cartas marcadas. He aquí la enésima demostración de que en el cine dos y dos rara vez suman cuatro.

Publicado el martes, 25 de julio de 2006, a las 15 horas y 42 minutos

UN PÁJARO, UN AVIÓN… Pues sí, Superman también regresa con el verano, como el año pasado le tocó a Batman, con nuevos rostros tras la cámara y bajo la capa. Sin embargo, podemos adelantar que las esperadas nuevas aventuras del superhéroe por antonomasia van a entusiasmar a muy pocos. Probablemente el bucrocrático Bryan Singer, que ya se encargó de poner en imágenes las dos primeras entregas de los X-Men, no era el más adecuado para insuflar renovados aires a los vuelos de un Superman que se antoja excesivamente deudor de su antepasado cinematográfico. La propia elección de Brandon Routh como protagonista, inexpresivo sosias de Christopher Reeve, sugiere por dónde van a ir los (escasos) tiros de la proyección. En efecto, Singer se ha limitado a urdir una desmadejada historia sentimental —con «supermancito» incluido— que sirve de soporte a la ficción: el amor imposible entre Superman y su inseparable Lois Lane luego de que ésta haya decidido rehacer su vida tras la ausencia del hombre de los leotardos rojos. No obstante, aquí terminan las innovaciones del guión que Singer pone en imágenes. Lo demás —las maquinaciones del maquiavélico Lex Luthor, las hazañas cívicas de Superman, que ahora se dedica a detener la caída libre de un avión, o la fobia del héroe a la kriptonita— lo ha visto ya cualquier espectador habituado a la mitología del séptimo arte.

No menos discutible es la opción de dotar de cierta profundidad psicológica al personaje mediante los paralelismos religiosos, que llegan al punto de convertir a Superman en correlato pagano de Cristo, con muerte y resurrección incluidas. Sin embargo, este bizarro giro de la película no consigue redimir su casi absoluta ausencia de sentido del humor, su monótona planificación o el escaso carisma de sus actores, entre quienes se cuenta un veterano en los papeles de malvado como Kevin Spacey y una antigua musa indie como Parker Posey. De la completa decepción sólo salvan unos pocos destellos de imaginación —el momento en el que el hijo de Lane toca el piano que luego utilizará como arma arrojadiza— dentro de un panorama casi desolador. En Supermán, el retorno el problema no reside tanto en el envoltorio del producto, ya que Singer resuelve con solvencia las escenas espectaculares, como en la falta de alma de un filme del que es imposible extraer siquiera una secuencia para el recuerdo.

En sus nuevas andanzas por los cielos del celuloide, los superhéroes han sabido, con mayor o menor fortuna, adoptar las obsesiones de sus realizadores. Así, Spiderman representa los temores del eterno adolescente que quisiera ser el heterodoxo Sam Raimi, el remozado Batman es un personaje del cine negro, género predilecto de Christopher Nolan, y hasta Hulk presentaba unas reminiscencias psicoanalíticas que no eran ajenas al mundo familiar de Ang Lee. Sin embargo, el nuevo Superman, incontaminado por la aséptica cámara de Singer, ha de resignarse a convertirse en el superhéroe más soso del olimpo cinematográfico. Y eso, como defendía Álex de la Iglesia en un estupendo artículo, es imperdonable.

Publicado el miércoles, 19 de julio de 2006, a las 17 horas y 22 minutos

BABY, YOU CAN DRIVE MY CAR. La nueva película de los estudios Pixar —sí, esos que se acabaron engullendo los sueños criogenizados de Walt Disney— es la prueba definitiva de que algo se mueve en el último cine de animación estadounidense. Con la mano del fundador John Lasseter tras la pantalla (de ordenador), Cars no defraudará ni al público infantil ni a los cinéfilos acostumbrados a confundirse entre las sombras de la última sesión. Si con Toy Story 2 Lasseter se permitió el lujo de rodar una película «de dibujos» para adultos —los únicos que podían sentir la nostalgia de sus viejos juguetes—, ahora busca un difícil equilibrio entre la espectacularidad cinematográfica, las bromas de humor blanco y el mensaje moral inherente a las producciones Disney.

Tras unos inicios algo titubeantes, que muestran de manera prolija el carácter del coche protagonista, Rayo Mc Queen, la película comienza con el enfrentamiento entre el moderno deportivo de carreras y un entorno aparentemente hostil, el de la ciudad perdida de Radiador Spring. Desde ese momento, Cars no sólo deslumbra por su impecable tratamiento visual, sino también por su galería de tipos costumbristas, como la vieja grúa que amenaza chatarra; los mecánicos italianos; Doc Hudson, antiguo ganador de la Copa Pistón, o «la automóvil» Sally, objeto del deseo de Rayo Mc Queen. Lasseter maneja con indudable habilidad los hilos de su historia. Por una parte, la planificación cinematográfica de Cars es tan perfecta que el espectador consigue olvidar a menudo que se encuentra ante un desfile de coches pixelados vagamente antropomórficos. Por otra, la evolución psicológica del protagonista resulta verosímil en la medida en que su actitud tiene un eco inmediato en los acontecimientos colectivos de Radiador Spring. De este modo, incluso el corolario moral de la historia, que habitualmente ha de soportar el lastre de las buenas intenciones, tiene en este caso un interés particular. Más allá de la evidente crítica al individualismo del héroe, poco usual en el cine hollywoodiense para adultos, Cars reivindica una peculiar épica de la derrota que se resume en las copas abandonadas en el sótano de Doc Hudson o en la decisión final de Mc Queen, capaz de sacrificar su victoria en un inesperado gesto de solidaridad al volante. Como me comentaba mi amigo Mario Altares, que vio la película en otro punto de la geografía española, el veterano coche azul, el arribista verde o el flamante rojo de Rayo Mc Queen representan tres maneras distintas de asumir el triunfo, tres razas de campeones a las que no es difícil poner rostros de actualidad.

Y, en todo caso, el espectador que no simpatice con los coches sentimentales de Lasseter siempre puede entretenerse reconociendo las voces de doblaje del filme o disfrutando de los divertidos guiños cinéfilos de los títulos de crédito, que reescriben la historia de Pixar en clave automovilística. No lo duden: Cars es el mejor antídoto contra las ansiedades que provoca el carné por puntos.

Publicado el jueves, 13 de julio de 2006, a las 16 horas y 32 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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