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LA MALDICIÓN DE LA PANTERA ROSA. Ayer fue un mal día. Casi desde que empezó. A las tres de la madrugada el churumbel nos ganó otro pulso: después de levantarme cuatro veces para intentar calmarle en la cuna, a la quinta claudiqué y le metí en nuestra cama. Dormí fatal. Si esta noche nos la vuelve a jugar, el próximo lunes, muy a mi pesar, empezamos con el tormento Estivill.

A las ocho de la mañana los burgaleses nos congelábamos a cinco bajo cero. En el autobús no concilié el sueño y, resignado, me puse los auriculares. Ponían La Pantera Rosa. Me la tragué entera gracias a Claudia Cardinale y David Niven… y aunque los patosos, aburridos y repetitivos gags de Peter Sellers me chafaron el buen recuerdo que conservaba del inspector Clouseau desde hacía cuatro o cinco lustros. Quizá porque soy algo torpe, no soporto el humor basado en tropezones, caídas y golpes.

En Madrid nevaba. Unos zapatos recién estrenados envejecieron tres o cuatro meses cuando no pude sortear una calle embarrada. Me faltó poco para emular al inspector: salté un charco en un paso de cebra, resbalé y no caí al suelo porque me agarré al semáforo. Tampoco me desplomé cuando supe que había hecho el viaje en balde, porque el proyecto que iba a presentar había sido desechado antes incluso de que empezara la reunión...

En fin, pasé por el estudio de Manuel, donde me olvidé el ratón del portátil, almorzamos unas tapas en los Madriles y me metí en el metro, como siempre, con el tiempo justo para coger el autobús de vuelta.

No desesperéis, ya llega el momento culminante del día. El remate. Perdí el metro por un par de segundos. Eran las cuatro menos cuarto. Estaba a dos paradas de la Avenida de América. Cuando llegó el siguiente, unos cinco minutos después, dejé que pasaran cuatro o cinco personas y me coloqué junto a la salida. Como no llevo reloj, saqué el teléfono para comprobar que aún tenía tiempo y al guardarlo en el bolsillo del pantalón… ¡se cayó a la vía!

No sé cómo ocurrió. No me empujaron. No iba más apresurado que otros días. No llevaba uno de esos vaqueros con bolsillos estrechos, sino unos cómodos pantalones de pana. Pero se me cayó, rebotó en el suelo del vagón y se coló por la rendija. Antes de que pudiera reaccionar, antes de comenzara a comerme el tarro –¿qué debía hacer: regresar a la estación de Alonso Cano para intentar recuperarlo, o volver a Burgos sin teléfono?–, se cerraron las puertas.

¿Qué careto se me quedó? ¿El de un jugador de póker, o el de un inspector Clouseau patético y abochornado? La primera persona del vagón que se desternilló fue una niña…

Publicado el jueves, 24 de febrero de 2005, a las 15 horas y 45 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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