|
|
AVENTUREROS. Somos unos aventureros colosales. En cuanto podemos abandonamos nuestros confortables hogares y nos lanzamos a recorrer el mundo para emprender expediciones dignas de Marco Polo.
Sin apenas equipaje (bueno, sin olvidar nunca las tarjetas de crédito, los cheques de viaje o unos cuantos fajos de billetes ocultos en el cinturón, y un uniforme como el del doctor Livingstone, un repelente antimosquitos, unas pastillas para cortar la diarrea y una cámara que pueda inmortalizar nuestras hazañas), nos subimos a un avión y atravesamos miles de kilómetros para explorar parajes extraordinarios: una isla descubierta por Colón, un río surcado por faraones, una reserva de animales salvajes, un poblado sin conexión a Internet…
Y al regresar citamos a Machado, o a Serrat –«caminante, no hay camino, se hace camino al andar»–, y comprendemos que los viajes nos han cambiado, que ahora que hemos conocido otras culturas y otros pueblos somos un poco más sabios.
Somos unos exploradores épicos. Y no estamos ciegos, ni el egoísmo ni la hipocresía nublan nuestra perspicaz inteligencia. Cuando regateamos con el inmigrante que sobrevive vendiendo discos y películas piratas, comprendemos que estamos ante uno de los nuestros, ante otro aventurero,… aunque no tengamos muchas ganas de charlar con él.
No necesitamos saber cuántas penalidades ha padecido durante los meses o los años que mediaron desde que dejó la tierra de sus padres –un lugar asolado por el hambre, las guerras y las epidemias por donde no pasan las rutas turísticas–, hasta que se jugó la vida embarcándose en una patera o saltando el vergonzoso muro que separa su mundo del nuestro. Además, seguro que exagera, como nosotros cuando contamos nuestras batallitas al regresar de las vacaciones.
Nosotros nos vamos de excursión; ellos, desgraciadamente, emprenden odiseas.
Publicado el lunes, 17 de octubre de 2005, a las 15 horas y 48 minutos
|