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DESDE OLD STREET... Los openings son un submundo del universo artístico. Varían en función de la obra que se expone, del autor que la firma pero, sobre todo, de la gente que asiste a ellos. Una exhibición no es tal si no recibe un bautismo con un público escogido para la ocasión, que quizás no compre ni preste atención a lo expuesto, pero garantizará una foto cool en las publicaciones de prestigio.

Días atrás, los habituales de estos saraos, una fauna urbana digna de estudio, tomó Hoxton Square para rendir tributo a la cerveza japonesa e india que distribuían los chicos de Deluxe Gallery y del White Cube, donde se inauguraba una colectiva y se presentaban los hallazgos de Gavin Turk, que mareó a los invitados con su laberinto de aluminio y cristal: el arte es así de sufrido.

La noche del pasado miércoles, sin embargo, fue protagonizada por una artista mundialmente conocida por su viudez. De hecho, Yoko Ono, viuda de John Lennon, sigue viviendo del «haz el amor y no la guerra», como dejaba patente una instalación de Odisea de una cucaracha , donde se invitaba al neófito a formar parte de una obra de arte previa estampación, sobre mapas de zonas en conflicto, de la leyenda «Imagínate la paz».

Cumplida la utópica tarea y recorrida la galería Victoria Miró, el visitante podría llegar a una conclusión: los openings son un coñazo, aquí no se puede ver nada y no vaya a ser que me detengan por pisar ese trapo ensangrentado que alguien ha puesto debajo de mi zapato.

La alternativa para no sucumbir ante este panorama, según lo observado, pasa por encomendarse a la bebida y al ligoteo intelectual, instintos primarios democratizadores que igualan al personal convocado: estudiantes en su pubertad creativa, nuevos ricos del arte, críticos de distinta ralea, famosos locales al calor de los flashes, pijerío con ínfulas trascendentales, gente del endogámico sector y señoritas que sí parecen obras de arte.

Entrevistar a Yoko Ono para que nos hable del «fantasmagórico pasaje a través del tiempo» es misión imposible. Su visita es fugaz y nos quedamos sin su interpretación de unas instalaciones con alma neoyorquina: piezas gigantes rebozadas en sangre (platos rotos, zapatos, cubos de basura rebosantes de culos, pantorrillas y puños), crudas fotografías de gran formato (crímenes urbanos, niños famélicos, edificios bombardeados) y trampas donde el poco tentador cebo para humanos es un amasijo de libros. ¿Pero era éste, acaso, el motivo de semejante peregrinación?
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Quico Balay, La culpa de todo la tuvo Yoko Ono.

Publicado el jueves, 13 de enero de 2005, a las 18 horas y 29 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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