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HUMOR DE PERROS. Tengo mal genio, sí, ¿qué pasa? ¿Acaso me voy a tener que ganar la vida haciendo reír? No tengo madera de payaso. Me pega más esta pose seria de perdedor, de perdedor con mal perder, además, para más inri.
Porque perder cuesta, coño, y mucho: supone saberse inmerso en un mar desconocido, que se te hunda el barco, y no hundirse. Supone salir a flote y embarcarse de nuevo, dar otro paso, iniciarse, mover pieza. Y yo no me hundo. Me agarro a cualquier boya y saco la cabeza y me enrolo en otro barco, aunque sólo sea para decir: “Joderos, hijos de puta, que aún sigo vivo”.
Porque lo que uno no puede ser es un jodido perdedor conforme de serlo. Nadie es feliz perdiendo. Y perdiendo a secas, mucho menos.
Y me enorgullezco de perder con estilo, o al menos, de intentarlo. Aunque les joda a los ganadores de sonrisa brillante verme renacer una y cien veces inasequible al desaliento.
La Bohemia dice que ganaría más si dedicara alguna que otra sonrisa al respetable, o incluso a mí mismo…
-Eddi Vansi, una cosa positiva tiene que me muera antes que tú, y es que me voy a ahorrar tener que aguantarte cuando seas viejo.
-Usted es inmortal, Susana, no me joda. El alcohol conserva, ya sabe. Y si se me muere, le juro que la diseco subida encima de esa banqueta, como me llamo Eddi Vansi –le digo.
-Es buena idea –me contesta sonriendo.
Y me pide otro orujo.
Y, joder, me da la impresión de que al resto de la humanidad le parezco, como poco, una mezcla entre el Lobo de Caperucita y el Gigante Comeniños. Y tampoco es eso.
Tengo mis motivos para estar jodido, por más que no le interesen a nadie.
El caso es que no me hace ni puta gracia la vida que he elegido. Porque, aunque me joda reconocerlo, tengo la vida que me he buscado y no me valen las excusas de que vino el destino a mi puerta a joderlo todo. No creo en el destino, ni en que intervenga en nada, mucho menos en mi vida, que es mía, y que aún con su balanza de contras pesando toneladas, me pertenece ganada a pulso.
No es que yo hubiera planeado grandes cosas para mi existencia, pero sí tenía claro desde los años de facultad que no ejercería nunca la carrera que estudié, que no criaría hijitos, ni mantendría a una gorda mujer adicta a las dietas, a la ginebra, a los gimnasios y a los somníferos.
Yo iba a ser escritor, ése era mi sueño: un jodido y famoso escritor que se retiraría de viejo a terminar sus días en una playa lejana del mundanal ruido, acompañado de una hembra de escándalo.
Soñaba que viviría de mis textos, de lo que masco entre la bebida, el tabaco y las musas. Que lo que tenía en la cabeza era suficiente para vivir del cuento.
También pensé en Cleo como compañera, en tenerla cerca, desnuda, oliendo a lilas permanentemente y follando a destajo solo por el gusto que nos da hacerlo. En que ella sería la inspiración de mis delirios sexuales y literarios.
Pero tengo a Marta, joder, una suerte de Pepito Grillo que, a regañadientes, me obliga a posar los pies en la tierra, una tierra que nada tiene que ver con la mía, y que está llena de hipotecas, de maternidades frustradas, de ropa que ya le viene un poco estrecha y le deprime.
El cómo terminé sirviendo orujo a La Bohemia, con el mandilón en la cintura y el gesto torcido de morderme el labio inferior es otra historia, de fracaso también, pero bien distinta.
En vez de quejarme de mi inútil existencia y de mi vocación frustrada de escritor maldito, opté por mirar de frente al fracaso y trabajarlo, especializarme en él.
Coño, engrandecerlo entre mis méritos, que son pocos, pero también míos.
Fracasar es algo que hago de puta madre, casi sin esfuerzo de ponerlo tan a menudo en práctica. ¡Cum Laude!, me merezco. ¡Un aplauso por ti, Eddi Vansi! El fracaso es un trabajo duro, jodidamente duro, que deja en la cara unas profundas marcas de guerra.
En fin, no pido perdón por mi carácter porque es el que tengo. Y a quién le joda, que se joda. Que fracasen como yo lo he hecho y luego me reconozcan que es cosa de débiles o de tontos.
Marta dice que contra eso, lo mejor es la cirugía mental, y tal vez lleve razón, pero lo más probable es que Marta me mire aún a través de sus lentes de cerca y yo a ella, a estas alturas, desde la distancia.
Publicado el martes, 13 de junio de 2006, a las 18 horas y 04 minutos
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THANKS. Marta lleva meses diciéndome que debería contestar a los comentarios de este blog. Que diga algo. Que casi todos los del Bestiario lo hacen. Que una bitácora consiste precisamente en eso, en una suerte de conversación a mil bandas. Que los lectores van a pensar que soy un puto depresivo inaguantable y antipático, un huraño, un maleducado que se cree el Marlon Brando de las letras en su jodida torre de marfil…
- No es eso, Marta –le digo a veces, cuando no me queda otra que hacerle caso-. Lo que ocurre es que no tengo tiempo. Que ya las paso putas para subir siquiera mis posts, como para además contestar a quienes me leen y me escriben.
- No me cuentes tu vida, Eddi Vansi –suele responderme-, que ya me la conozco... Lo de que no tienes tiempo puedes decírselo a otras, pero yo que te vivo, yo que te veo pasar las horas muertas tirado en el sofá del salón bebiendo y escuchando música como si dispusieras de toda la eternidad, sé que lo que me estás diciendo es una excusa barata, un déjame en paz, Marta, que bastante tienes con lo tuyo.
Y sí que me vive, sí. Y me conoce con más detalle que yo mismo. Y me soporta. Y tiene más razón que un santo, en el caso de que los santos existan y razonen. Lo de que no tengo tiempo es una jodida excusa, sí.
- No tengo ganas, entonces –le dije.
- Eso es más cierto, Eddi. No tienes ganas. No te gusta. Te revienta bajar a la realidad y dar siquiera las gracias a quienes se molestan en leerte, como si al hacerlo perdieras… No sé, ese halo que te gusta ponerte de maldito, de gruñón, de invisible.
- ¿Las gracias? No me jodas, Marta. ¿Qué jodido escritor me ha dado a mí las gracias por leerle? ¿Fante? ¿Miller? ¿Quién?
- No es lo mismo, no confundas y no seas grosero, coño. Esa gente no escribía blogs ni sus lectores tenían la posibilidad de escribirles comentarios a sus textos.
- Estoy seguro de que cualquiera de esos autores se limpiarían el culo con mis comentarios, Marta. Un escritor no puede entrar en los dimes y diretes, como si su obra fuera un puro cotilleo. Un escritor bastante tiene con lo suyo, con sacar de sus jodidas tripas algo inteligible. A ver si te crees que escribir es fácil...
- Lo que es fácil es pasar de todo.
- Y echar la bronca.
- Mira, haz lo que te salga de las narices. Yo te digo que toda esa gente que te escribe se merece cuando menos que les des las gracias, pero tú mismo. No pienso volver a meterme en tus asuntos.
- Dios te oiga...
Y, bueno, va, me rindo. Me rindo por no oírte, Marta. Ser agradecido tampoco cuesta nada y además, en esta ocasión, tienes razón.
Gracias.
Gracias a todos los que os tomáis la molestia de leerme y escribirme.
Tal vez algún día esté sobrio y me dé el punto de decir al Puñalón que tenemos que emborracharnos juntos, a Cibeles que agradezco su ironía, a Malditos Tacones que me enseñe Granada con sus ojos, a Jimena que es un placer, al Dr. Strangelove que me pasaré por su consulta para discutir de títulos y de cine, a Patxy, a Ballesta y a Num y a Eloise que me gusta verlas aquí, a David Miles que qué sería sin su música, a Tulipa, a Matías, a Yrasema, al irlandés, a ti mismamente...
Gracias.
Estáis invitados a mi bar, si alguna vez tenéis sed, o ganas de estrechar la mano de este jodido cabrón cascarrabias.
Publicado el jueves, 15 de junio de 2006, a las 23 horas y 22 minutos
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SÓLO HAY ALGO QUE TENGO CLARO.. Estoy convencido de que Marta se ha enamorado. No de mí, claro; de mí hace años que se desencantó por completo y sólo le queda el cariño de la convivencia.
De otro hombre. Se ha enamorado de otro hombre, la cabrona. A estas alturas.
Lo sé porque, coño, vivo con ella, y esas cosas se notan. Porque anda por casa como ensimismada, casi levitando de la energía que tiene. Porque se pasa todo el día acicalándose, arreglándose durante horas, sacando del espejo lo mejor de sí misma, que es mucho, además, en estos últimos tiempos. Se nota porque me mira de otra forma o ni me mira, y porque siempre tiene prisa y me rehuye.
Yo la miro desde el sofá, recostado, intentando aparentar que no me interesan su idas y vueltas del baño al dormitorio, del dormitorio al salón, del salón al baño y del baño al espejo del vestíbulo donde se pinta los labios y ensaya gestos para otro hombre. La miro con más curiosidad que otra cosa porque, por primera vez desde hace años, la encuentro extrañamente atractiva, apetecible, jodidamente bella.
Apago la música. Me pongo de pie y salgo al pasillo, a su encuentro.
-¿Hoy también vas a salir, Marta?
-Sí, cariño –me contesta - Voy a una cena.
-Ah, bien.
Y de vuelta al dormitorio me dedica una sonrisa cómplice que automáticamente le devuelvo.
¿Cómplice de qué?, me pregunto. Porque yo ya no pinto nada: porque me dice que se va de cena lo mismo que me podría haber dicho que iba a cazar moscas. Porque Marta se está follando a otro hombre al que ama más que a mí, de eso no cabe duda, y ya ni siquiera necesita disfrazar su engaño.
Y me jode. Sí, coño, me jode. Me jode que yo ya esté de vuelta de todo, que la pareja se haya ido al garete y que Marta ame a otro hombre.
Me vuelvo al sofá con mi ginebra y mis cigarrillos. Pongo música.
Espero un desenlace de nuestra relación que vaya más allá de lo que ya es cotidiano. Pero no llega.
Me propongo un ejercicio para olvidarme de Marta, de su amante y de nuestra vida de pareja. Doy un trago, cierro los ojos, y recuerdo a todas mis putas.
Lo que he gozado con ellas. Lo feliz que me han hecho. Sus bocas. Alguno de sus nombres.
La erección es inevitable.
Al fondo aparece también Cleo en mi memoria, su cuerpo como la última jugada de una partida de póker que crees perdida desde el comienzo, pero que sigues jugando porque, joder, en cualquier momento, la suerte puede ponerse de tu parte.
Recuerdo también a aquellas mujeres que eran las mujeres de otros cuando fueron mías. Recuerdo cómo me follaban a escondidas de sus maridos, y cómo nos reíamos de lo idiotas que eran.
Marta es ahora una de esas mujeres que ya es de otro. Y yo soy, necesariamente, el tercero dentro de un triángulo particular y consentido, es decir, el idiota.
Un pellizco ulceroso que retuerce mi estómago manda el ejercicio a hacer puñetas. Abro los ojos. Me incorporo con una angustia con sabor a bilis que amenaza con llegar a la boca.
Vale que no me merezco ningún miramiento por su parte, que he sido con ella un hijo de puta con pintas en el lomo, que me he pasado mucho, que no le he hecho ni caso, sí, lo sé.
Pero tampoco ella es la Madre Teresa de Calcuta, hostia. Que conste. Que a Marta también hay que vivirla: con su dulzura, su cara de ángel, sus manos artistas… Y su pereza, y su apatía, y sus “aquí me las den todas”, y su conformismo, y sus rutinas, y sus “no, que me duele la cabeza” y sus intentonas golpistas de arruinarme la vida con un hijo…
Eso también es Marta, y no sólo la mujer paciente que aguanta a Eddi Vansi y va a Tai Chi y etcétera.
Lo intento de todas formas porque, a mi manera vulgar y canalla, la he amado, coño. Y la amo. Y más ahora que la estoy perdiendo, o precisamente por eso.
-Estás muy guapa, Marta.
Primer asalto en nuestra cama de pareja deshecha.
Dulce, como sólo Marta sabe serlo, me aparta con una caricia en la cara.
-Gracias, Eddi. Y no me mires así, que llego tarde…
-Pero yo te necesito ahora, Marta.
-No seas pesado, moscón… Te he dicho que no.
Entreveo sus piernas desnudas bajo una falda imposible y se me pone más dura.
Segundo asalto. La rodeo por la cintura y beso su ombligo.
-Venga Marta, no seas así, coño. Sabes que yo te amo.
-Sí, claro que lo sé. Anda, suelta…
Y me deja sentado al borde de la cama con mi sexo a punto de hacer saltar todo por lo aires, con mis complicaciones amatorias, con su perfume infantil y con su figura alejándose por el pasillo…
-Llegaré tarde, cielo!; la cena está en el frigo…
Tercer asalto. Rendición. No me queda otra.
-Oído cocina, socia…
Y oigo la puerta cerrarse. Y me quedo solo.
Una ducha. Una ducha es lo suyo tras esta derrota y el calentón que tengo. La señora Tanqueray viene conmigo: ella sabe cómo hacerme feliz en estos casos. Me relajo mientras dejo correr el agua sobre mi cabeza, sentado en la bañera como un viejo emperador en decadencia.
Salgo de la ducha. Me seco. Me voy al salón a buscar un cigarro.
La casa sigue igual de sola, y desnudo da más miedo.
Marta se ha ido, pero, bueno, ¿y qué? ¿Ahora vas a llorar por haberte convertido en el idiota que siempre fuiste, Eddi Vansi?
Si has perdido a Marta ha sido por tu culpa, no me jodas. Y si quieres recuperarla tendrás que dejarte los cojones.
Así son las cosas.
Sólo hay algo que tengo claro.
Me visto.
Con la petaca recargada en el bolso, salgo a la calle.
Camino.
En el sitio adecuado, una mulata joven me sonríe, se insinúa.
Me acerco, le doy un beso largo y profundo. Me empalmo. Qué coño, su cuerpo promete una sesión continua interesante.
El polvo me sale caro, en fin, jodidamente caro; pero siempre es mejor un viaje al Caribe que acabar en casa sólo, borracho y con dolor de úlcera.
Publicado el martes, 20 de junio de 2006, a las 17 horas y 32 minutos
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LA CULPA FUE DE PINK FLOYD. El fenómeno de mi blog comienza a asustarme, la verdad, y no sé si podré manejar el asunto si, como parece, va en aumento y acaba traspasando fronteras y universos todos.
De momento, no. De momento esto acaba de empezar, apenas llevo cuarenta textos subidos, y mi resonancia se circunscribe a mis conocidos, al pequeño círculo de mi bar y la acera de su calle, a sus cotidianos clientes que no se creen que escribo un blog en la mejor página del mundo, y que miran incrédulos unas tarjetitas de publicidad que me he currado, y que he dejado en algún servilletero del bar, por si alguien quiere.
De momento mi fama sólo son e-mails que no dejan de llegarme y presiones para que revele el sitio donde curro; pero yo, que me ahogo en un vaso tras otro de ginebra, yo que voy de mí a mis asuntos sin que me importe un carajo como gire el mundo, a estas alturas tan pequeñas de mi fama, ya me siento como un jodido Beatle huyendo de las hordas de admiradoras fanáticas que te asedian y te espían, y se infartan si les guiñas un ojo o te las llevas al catre.
Porque menuda mierda es eso de adorar a un ídolo que no es sino un hombre lleno de defectos. Nunca he entendido esa pasión desaforada, ese creer en alguien ciegamente, que por muy de puta madre que me parezcan Miles Davis, o Bukowski o Martín Luther King, nunca les daría la clave de mi tarjeta de crédito, ni mi esfuerzo, ni la llave de mi alma. Que les follen. Que una cosa es admirar a quien destaca o deslumbra, y otra caer por el precipicio de los idiotas. Que lo que importa es que la jodida luz esté encendida, no quién coño la enciende. Que luego pasa lo que pasa, y te pega tres tiros un gilipoyas que se siente defraudado porque haces lo que te da la gana, como si fueras suyo y tuvieras que rendirle no sé qué cuentas.
Y yo no quiero cuentas con nadie; tengo bastante con las mías pendientes.
El otro día, sin ir más lejos, entró un tipo al bar, con la mirada curiosa de un turista y, sin pedir nada, se acercó a la barra y me preguntó que si yo era Eddi Vansi, joder, quién voy a ser si no, maldita la gracia.
- No, no conozco a nadie con ese nombre –le contesté-. ¿Qué te pongo?
- No, nada...
Mí anonimato es un jodido lujo del que no quiero desprenderme, y menos, como es el caso, sin cobrar un duro, de modo que seguí con mis asuntos, sequé vasos, pasé la bayeta, me hice el despistado o el sordo.
El hombre estaba a punto de salir por la puerta, cuando Susana la Bohemia, con la discreción de la que habitualmente hace gala, a todo pulmón y sin cortarse un pelo, gritó desde su esquina de la barra:
- ¡Ponme otro orujo, Eddi Vansi!
- No me joda, Susana...; no me joda...
Y, claro, el tipo se dio la vuelta, miró a la Bohemia, me miró a mí, sonrió y con paso firme se acercó de nuevo a la barra.
- Que sea un tercio, Eddi Vansi.
Y fue un tercio.
Y hablamos.
Me dijo que estudiaba Bellas Artes, y que nunca pensó que me encontraría. Que qué jodida suerte la suya. Que qué puta casualidad, pensé yo. Que era el sexto bar en el que entraba esa mañana de sábado. El cuarto tercio. Que me había escrito un e-mail y que se había cansado de esperar mi respuesta.
- No recuerdo ese mail, ni tu nombre, ni tengo por costumbre contestar los correos de nadie –le dije-. Lo siento, no me lo tomes a mal. Me volvería gilipollas si tuviera que dar a cada cual lo que me pide. Me moriría, si tuviera que satisfacer a tantas mujeres... Lo entiendes, ¿no?
Reímos. Dimos sendos tragos a nuestros elixires.
- No tiene importancia Eddi Vansi, tranqui –me dijo-. No era nada urgente. Estaba en casa fumado, y me dio el punto de escribirte… La culpa fue de Pink Floyd, ya sabes…
- Imagino, sí… Pues… Dime…
- Nada, que me gusta Bestiario.
- A mí también me gusta.
- Y que te leo. A ti, y a la Tigresa.
- Yo también me leo, no me quedan más cojones. Y a la Tigresa, a veces.
El hombre se rió a carcajadas, más por el número de tercios que llevaba encima que por la gracia inexistente de mi discurso. Lo cierto es que entre los dos se había creado una complicidad alcohólica, un buen rollo que representaba lo que debería ser el encuentro entre el autor y el lector, así, de tú a tú. Aquella escena me recordaba a otras parecidas que viví de joven. La novedad era que, en esta ocasión, estábamos bebiendo y yo era el autor de marras. Hay que joderse...
- Ponme otro tercio, ¿sí?.
Y le puse otro tercio.
Para mí, un lingotazo de ginebra con hielo.
La Bohemia nos miraba desde su ángulo muerto con la misma cara de interés de quién realiza la autopsia a un besugo.
- ¿Qué fue de mi orujo? –gritó de nuevo- ¿Quién te iba a decir a ti, jodido Eddi Vansi, que vendrían tus fans a dorarte la píldora? Espérate a que te conozcan, que como poco, se darán al orujo tanto o más que yo…
Tenía razón la vieja, qué coño, pero hice oídos sordos porque a nadie le amarga un dulce y ese instante de gloria era mío, joder, ese tipo había estado buscando a Eddi Vansi, a mí, coño, y eso da un punto que te cagas.
Seguimos hablando de esto y de aquello sin atender a la Bohemia.
- ¿Y qué querías?
- Te preguntaba si sabías qué puedo hacer para escribir en tu página, porque yo también escribo. Si el número de bitácoras es cedido a partir de algún enchufe, de tus propios méritos, o de haberse ganado una vida respetable y envidiada digna de contarse...
- No tengo ni puta idea, la verdad. Ni sé siquiera qué coño de ventolera les dio cuando decidieron que yo también podía escribir aquí. No conozco a los responsables del Bestiario. No es mi página. Ni mando, ni pinto nada. Poco puedo ayudarte, chico.
- Lo supuse... –me dijo- No te preocupes, Eddi Vansi. No es poco que me hayas atendido. Era demasiado bonito que además tú me abrieras la puerta del Bestiario...
- Inténtalo con otro, amigo. Supongo que yo estoy ahí porque tiene que haber de todo.
- Igual te mando algún texto mío...
- Estupendo.
- ¿Qué se debe?
- Nada, majo. Qué menos que invitarte, joder...
Sentí pena cuando le vi salir por la puerta. Bueno, no exactamente pena. Sentí, más bien, desánimo. Sentí de nuevo lo difícil que le resulta a un escritor abrirse paso en esta puta jungla de autores consagrados. Las innumerables puertas a las que uno tiene que llamar, y los innumerables portazos que te llevas. Y el regresar a casa con todos tus textos debajo del brazo maldiciendo.
Que a mí me pasó lo mismo, y que me seguirá pasando; pero que uno nunca debe rendirse si cree en sí mismo.
- Joder, Eddi Vansi –dijo la Bohemia, sacándome de mis casillas y mis pensamientos-, ¿vas a ponerme el orujo de una puta vez, o tengo que joderte con un chantaje del tipo: “pienso decirle a todo el mundo dónde está tu bar”?
- Ni se le ocurra, Susana....
- Imagina si, de pronto, todo el mundo supiera el lugar en el que Eddi Vansi ve pasar sus horas...
- Y una mierda.
- Entonces este orujo, como poco, va de gratis, ¿no?...
Y es que la fama tiene estas esclavitudes.
Publicado el lunes, 26 de junio de 2006, a las 23 horas y 37 minutos
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