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SÓLO HAY ALGO QUE TENGO CLARO.. Estoy convencido de que Marta se ha enamorado. No de mí, claro; de mí hace años que se desencantó por completo y sólo le queda el cariño de la convivencia.
De otro hombre. Se ha enamorado de otro hombre, la cabrona. A estas alturas.
Lo sé porque, coño, vivo con ella, y esas cosas se notan. Porque anda por casa como ensimismada, casi levitando de la energía que tiene. Porque se pasa todo el día acicalándose, arreglándose durante horas, sacando del espejo lo mejor de sí misma, que es mucho, además, en estos últimos tiempos. Se nota porque me mira de otra forma o ni me mira, y porque siempre tiene prisa y me rehuye.
Yo la miro desde el sofá, recostado, intentando aparentar que no me interesan su idas y vueltas del baño al dormitorio, del dormitorio al salón, del salón al baño y del baño al espejo del vestíbulo donde se pinta los labios y ensaya gestos para otro hombre. La miro con más curiosidad que otra cosa porque, por primera vez desde hace años, la encuentro extrañamente atractiva, apetecible, jodidamente bella.
Apago la música. Me pongo de pie y salgo al pasillo, a su encuentro.
-¿Hoy también vas a salir, Marta?
-Sí, cariño –me contesta - Voy a una cena.
-Ah, bien.
Y de vuelta al dormitorio me dedica una sonrisa cómplice que automáticamente le devuelvo.
¿Cómplice de qué?, me pregunto. Porque yo ya no pinto nada: porque me dice que se va de cena lo mismo que me podría haber dicho que iba a cazar moscas. Porque Marta se está follando a otro hombre al que ama más que a mí, de eso no cabe duda, y ya ni siquiera necesita disfrazar su engaño.
Y me jode. Sí, coño, me jode. Me jode que yo ya esté de vuelta de todo, que la pareja se haya ido al garete y que Marta ame a otro hombre.
Me vuelvo al sofá con mi ginebra y mis cigarrillos. Pongo música.
Espero un desenlace de nuestra relación que vaya más allá de lo que ya es cotidiano. Pero no llega.
Me propongo un ejercicio para olvidarme de Marta, de su amante y de nuestra vida de pareja. Doy un trago, cierro los ojos, y recuerdo a todas mis putas.
Lo que he gozado con ellas. Lo feliz que me han hecho. Sus bocas. Alguno de sus nombres.
La erección es inevitable.
Al fondo aparece también Cleo en mi memoria, su cuerpo como la última jugada de una partida de póker que crees perdida desde el comienzo, pero que sigues jugando porque, joder, en cualquier momento, la suerte puede ponerse de tu parte.
Recuerdo también a aquellas mujeres que eran las mujeres de otros cuando fueron mías. Recuerdo cómo me follaban a escondidas de sus maridos, y cómo nos reíamos de lo idiotas que eran.
Marta es ahora una de esas mujeres que ya es de otro. Y yo soy, necesariamente, el tercero dentro de un triángulo particular y consentido, es decir, el idiota.
Un pellizco ulceroso que retuerce mi estómago manda el ejercicio a hacer puñetas. Abro los ojos. Me incorporo con una angustia con sabor a bilis que amenaza con llegar a la boca.
Vale que no me merezco ningún miramiento por su parte, que he sido con ella un hijo de puta con pintas en el lomo, que me he pasado mucho, que no le he hecho ni caso, sí, lo sé.
Pero tampoco ella es la Madre Teresa de Calcuta, hostia. Que conste. Que a Marta también hay que vivirla: con su dulzura, su cara de ángel, sus manos artistas… Y su pereza, y su apatía, y sus “aquí me las den todas”, y su conformismo, y sus rutinas, y sus “no, que me duele la cabeza” y sus intentonas golpistas de arruinarme la vida con un hijo…
Eso también es Marta, y no sólo la mujer paciente que aguanta a Eddi Vansi y va a Tai Chi y etcétera.
Lo intento de todas formas porque, a mi manera vulgar y canalla, la he amado, coño. Y la amo. Y más ahora que la estoy perdiendo, o precisamente por eso.
-Estás muy guapa, Marta.
Primer asalto en nuestra cama de pareja deshecha.
Dulce, como sólo Marta sabe serlo, me aparta con una caricia en la cara.
-Gracias, Eddi. Y no me mires así, que llego tarde…
-Pero yo te necesito ahora, Marta.
-No seas pesado, moscón… Te he dicho que no.
Entreveo sus piernas desnudas bajo una falda imposible y se me pone más dura.
Segundo asalto. La rodeo por la cintura y beso su ombligo.
-Venga Marta, no seas así, coño. Sabes que yo te amo.
-Sí, claro que lo sé. Anda, suelta…
Y me deja sentado al borde de la cama con mi sexo a punto de hacer saltar todo por lo aires, con mis complicaciones amatorias, con su perfume infantil y con su figura alejándose por el pasillo…
-Llegaré tarde, cielo!; la cena está en el frigo…
Tercer asalto. Rendición. No me queda otra.
-Oído cocina, socia…
Y oigo la puerta cerrarse. Y me quedo solo.
Una ducha. Una ducha es lo suyo tras esta derrota y el calentón que tengo. La señora Tanqueray viene conmigo: ella sabe cómo hacerme feliz en estos casos. Me relajo mientras dejo correr el agua sobre mi cabeza, sentado en la bañera como un viejo emperador en decadencia.
Salgo de la ducha. Me seco. Me voy al salón a buscar un cigarro.
La casa sigue igual de sola, y desnudo da más miedo.
Marta se ha ido, pero, bueno, ¿y qué? ¿Ahora vas a llorar por haberte convertido en el idiota que siempre fuiste, Eddi Vansi?
Si has perdido a Marta ha sido por tu culpa, no me jodas. Y si quieres recuperarla tendrás que dejarte los cojones.
Así son las cosas.
Sólo hay algo que tengo claro.
Me visto.
Con la petaca recargada en el bolso, salgo a la calle.
Camino.
En el sitio adecuado, una mulata joven me sonríe, se insinúa.
Me acerco, le doy un beso largo y profundo. Me empalmo. Qué coño, su cuerpo promete una sesión continua interesante.
El polvo me sale caro, en fin, jodidamente caro; pero siempre es mejor un viaje al Caribe que acabar en casa sólo, borracho y con dolor de úlcera.
Publicado el martes, 20 de junio de 2006, a las 17 horas y 32 minutos
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