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CARTA INVERNAL PARA E. SONREÍDA. Out of time.

Te escribo.

Sobre la cama.

Hoy no has aparecido. Ni ayer. Estás de ferianta. Hace tiempo que no te escribo desde casa. El ordenador, las teclas, el edredón vibran. Tecleando. Mientras tecleo.

Ayer, con el dedo gordo del pie, calcetín incluido, moví la flecha, hice clic, aunque no sonó, y cerré un archivo. Me planteé:

No tienes manos para escribir y escribes con los dedos de los pies.

No.

No tienes manos para escribir y escribes con la boca. El palito en ella. Tecla a tecla. Letra, claro, a letra.

Entonces pensé:

Medirías tus palabras.

Pensarías todo antes de escribirlo.

Desecharías lo malo.

(¿Pero qué es lo malo?)

Mientras sucede esta escena, me acuerdo, invariablemente –es un recuerdo que me visita de vez en cuando– de las postales que llegaban a mi casa cuando era pequeño. Y no tanto. Las seguí viendo años después, cuando aparecía, como siempre hasta ahora, a finales de diciembre. Se apoyaban, y ahí, hasta que alguien las retiraba, en una pequeña, por estrecha, repisa kilométrica situada en las estanterías de madera que forraban las paredes de un amplio espacio de techos altos. Frente a ella, yo, dándole la espalda a aquellas estampas pintadas con el pie, con la boca, por tullidos y amputados.

Eran feas, pero siempre me sorprendió el coraje de aquella gente.

Siempre pensé, durante muchos trienios, que nadie pagaba las postales, y en una ocasión, una al menos, tuve el arrojo de preguntarle a mi madre, pues era como llamarles insolidarios, envuelto, eso sí, en interrogaciones, si alguna vez habían mandado el dinero correspondiente.

Creo o quiero recordar, pues la memoria me falla, que me dijo que sí, que tú padre las paga.

Mi padre, la verdad, siempre ha pagado cosas muy raras.

Siempre había algún señor que entraba pidiendo dinero por algo. Había señores grises, como de casino, con gafas ahumadas, sumergidas en vino, rosado y a granel, que aparecían con un sobre y se iban con otro distinto, emparedando un par de billetes.

En uno de ellos había un señor con gafas y apariencia judía, con cara de haber resistido a la inanición durante los últimos años (y a él no le llegaba la tarta para tantas velas) a base de tortillas francesas y plátanos de Canarias. Se parecía a un retrato de mi abuelo, o de mi bisabuelo, situado tras la puerta del desván. En una ocasión, durante un cumpleaños de infarto, subimos mis dos amigos y yo, pues tres, incluido el felicitado, componíamos la lista de invitados, y al cerrar la puerta, después de haber pisado aquellas tablas de madera polvorientas y sin barnizar, nos encontramos con, entonces pensamos, La Momia.

Alguien había colgado en la viga vertical de madera, bajo el blanquinegro retrato, una pelliza marrón: el maclou, que diría mi padre. El conjunto metía miedo.

Aquel maclou lo llevaría yo años después.

Y ahora, al calor de este frío londinense, lo echo de menos.

Pero antes, desesperados, corrimos escaleras abajo, y A. se caía encima de I., y MB desbrozaba a ambos con la suela de cuero de sus botas negras de Valverde del Camino, y éstas daban paso a los zapatones de A., y nos turnábamos en la caída libre, como si diésemos relevos aéreos a, comenzando por Lucho Herrera, todo el Kelme, y después a los chinos de Guy Laliberté. Aquello era un circo y, por un momento, mientras el sol se colaba por el tragaluz, allá arriba, el gallego que te habla supo, alejándose del punto intermedio de la escalera, que bajaba, sí, que esta vez sí que bajaba.

Escaleras abajo.

Hay fauna muy curiosa, te decía. Pienso, en concreto, en los pueblos, pero todo es un pueblo, o en todo hay un pueblo. Alguien llamó a Madrid el gran poblachón manchego. Bueno, pues ahí está el señor que recoge las entradas en los campos de fútbol de regional o, teniendo suerte, de Tercera División.

Pasa de los cincuenta pero el niño que lo mira ha perdido la cuenta, y lo recuerda siempre igual, hasta que un día se muere, o te dicen que se ha muerto.

Y, a veces, hay conserjes que también se mueren. Y uno, sin saber bien por qué, siente un leve sopor, que es una espuma de tristeza.

Todas las bibliotecarias, aunque ellas no lo sepan, también se mueren.

Ahora escucho la canción de
El hombre y la tierra. Joder, el Félix Rodríguez de la Fuente, qué tío. Y Enrique y Ana, qué gente. Uno se muere y a otros habría que matarlos.

En fin
.

Matías Bruñulf desde el Cyberchino, Camden Town. Londinense carta invernal para E. sonreída.

Publicado el miércoles, 2 de febrero de 2005, a las 19 horas y 25 minutos

DESDE UNA POSICIÓN + BIEN INCÓMODA.... Double péné par 5° C, suivie d'une éjaculation. Couverte de sperme, trempée, morte de froid, personne ne m'a tendu une serviette. Une fois que t'as tourné ta scène, tu vaux plus rien.

Karen Bach, Libération.

Publicado el miércoles, 2 de febrero de 2005, a las 15 horas y 22 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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