NO CALLS, PLEASE. Mañana soleada, más veraniega que primaveral. Pero no me despierta ni el rumor de las olas ni el ruido de los pájaros, después de un sueño reparador, sino el irritante despertador del teléfono. Desactivo la alarma, me calzo las gafas y entro al cuarto de baño. No sé cómo (bueno, sí lo sé: soy un manazas), al tirar de la cadena el teléfono se me resbala de la mano y cae por la taza. Lo pesco antes de que se cuele, a toda prisa cojo una toalla, lo seco, lo desmonto y lo vuelvo a secar. Tres horas después certifico su defunción, me he quedado sin
juguete.