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CON DIEZ AÑOS DE MENOS. Si me dedico a lo que me dedico, si elegí un bar como lugar de trabajo pudiendo haber hecho cualquier otra cosa, fue, entre otras razones relacionadas con mi desidia, porque siendo camarero me divierto que te cagas, hago casi lo que quiero, y es un oficio sin rutina en el que se vive siempre con la posibilidad de que pueda pasar algo, cualquier cosa, que todo es impredecible y que yo estoy allí para vivirlo y para verlo.

Cada cabrón que entra por esa puerta y viene hacia la barra puede ser un santo o un jodido psicópata que me haga acabar el día en la página de sucesos de El País. Cada cliente es una historia que quiere contarse, a veces por cojones, y el camarero una especie de oreja con mandil.

Siempre cabe la posibilidad de…

De, incluso, sin ir más lejos, follar a destajo. Por mi atractivo, qué coño. Porque algo tiene que tener el vino cuando lo bendicen, y a mí, si Dios existe, me ha bendecido con un gancho de puta madre para atraer a las tías.

La Bohemia dice que mi gancho radica en mi billetera o en lo necesitadas que están las mujeres que se acuestan conmigo, y no, precisamente, en mis dotes varoniles, a las que define, además, como escasas y afeminadas. No sé. Tal vez lleve razón. El tiempo no perdona. Ya se van marcando sombras en mi cara dura. Pero me importa un carajo, porque la cosa es que nunca me faltan mujeres, por más que diga esta señora.

Y es que la Bohemia es así, ¿para qué cuestionárselo? Me dice lo que quiere, cuando quiere, y aunque yo no quiera. Se pasa tanto tiempo conmigo que yo creo que me considera familia, tal vez su hijo o su alter ego, y no se corta. Parece que no se entera de nada, como una figura de cera al fondo del museo de los horrores o una botella de orujo con forma humana que se queda traspuesta y ni siente ni padece. Pero La Bohemia oye, y mira, y opina cuando quiere de mis asuntos. De los suyos, sin embargo, apenas sé nada. Rara vez se lanza a contarme su vida, y yo tampoco hago hincapié en eso.

Siempre pensé, por ejemplo, que la Bohemia no tenía familia, que andaba sola. Sí, que un día la tuvo, que quizá hace miles de años tuvo una madre y un padre, y unos hermanos y una casa, pero que queda tan lejos, que da la sensación de que la Bohemia nació ayer o vino al mundo de carambola, tal vez en un huevo o tal vez directamente en una banqueta no identificada.

Pues no, incluso con la Bohemia “cabe la posibilidad de”…

Ayer y antesdeayer, sin ir más lejos, la eché de menos en el bar. Dado que en Julio las pulmonías son infrecuentes, me la imaginé con una resaca lo suficientemente severa como para impedirle salir de su apartamento alquilado que se cae a pedazos. Decidí llamarla por teléfono, no obstante, porque nunca se sabe, y porque, si se había muerto sin pedirme permiso y sin llevarse un orujo entre pecho y espalda para el camino al más allá, habría que llamar a una ambulancia o algo.

- ¿Sí?

- Susana, ¿está usted bien?

- Anda! Jodido Eddi Vansi. Estoy más que bien.

- ¿Seguro? La he echado de menos en el bar. No sé, es raro que usted no venga a joderme el día…

- Eddi Vansi… -me dijo, riéndose como con estertores-. Prepara dos vasos y el orujo de reserva, anda, que me acerco al bar en un ratillo, con invitada.

Pensé que qué terrible, otra vez me iba a tocar aguantar a alguna de las viejas chillonas que muy de vez en cuando Susana traía de acompañante. Alguna amiga de la infancia con la dentadura al borde del abismo y con un olor jazmín que tumbaba, como si ese perfume disimulase el olor a vieja. O alguna de sus compañeras de mus, que de tanto jugar habían desarrollado un desagradable tic en el ojo izquierdo.

Bueno, después de todo, pensé, no me toca ir de entierro, y eso siempre se agradece…

- Buenos tardes, Eddi Vansi…

- Susana, aquí tengo sus dos vasos…

- ¿Me has echado de menos, eh?

- Bueno, alguien tiene que ocupar esa banqueta. Usted me ahorra tener que limpiarle el polvo a diario…

Detrás de la figura encorvada de la Bohemia, haciendo contraste, apareció ella. Alta. Una morena imponente. Una melena ondulante. Unos hombros desnudos que dejaban a la vista un escote con unos pechos ante los que cualquier hombre perdería –y hundiría- la cabeza. Una camiseta sin mangas ceñida a su cintura rotunda. Unas caderas redondas cubiertas por un vaquero que lindaba con las ingles. No tendría más de dieciocho años, la cabrona, y unas piernas desnudas rematadas con unas sandalias planas, inocentes, sin pretensiones, como elegidas adrede para contener el erotismo que todo su cuerpo emanaba.

- Qué bien acompañada va usted hoy –le dije, visiblemente imbécil-. Si lo llego a saber no me pilla usted con esta pinta, Susana...

- A María ni mirarla Eddi Vansi –me contestó con recelo, aupándose a la banqueta de siempre-, que ya sé yo por donde van sus pensamientos… Ella es mi sobrina nieta. Ha venido del pueblo a pasar unos días conmigo, y he querido enseñarle tu bar, el sitio donde paso tantas horas, y a quien me hace compañía.

- Estupendo...

- Este año comienza la carrera –siguió contándome-, y quiere familiarizarse con la capital, ya sabes, para que luego no le coja de nuevas…

- Estupendo...

- Encantada, Eddi Vansi; yo soy María, bueno, ya lo sabes…

- Soy Eddi Vansi, un verdadero placer –nos dimos dos besos-. Así que, ¿empiezas ahora la carrera?

- Sí, voy a empezar Periodismo.

Ni carrera ni hostias, esta chica no necesitaba hacer nada, simplemente con “estar” tenía todo ganado. Las puertas del cielo con todos los Santos babeando se abrirían si ella quisiera.

Y a mí me traía al fresco lo que empezara María, como si quería empezar corte y confección. Sólo podía mirar sus ojos verdes y su boca roja, que se abría en un surco que despertaba mi lujuria.

- Ah… Periodismo, buena elección. Seguro que serás una excelente profesional en lo que quieras.

- Menos cháchara Eddi Vansi, y ponme un orujo. A María una Coca Cola -gritó la Bohemia como una madre celosa.

- Tía, una caña, que ya tengo dieciocho años -masculló María, vergonzosa, casi al oído de la Bohemia.

- No se hable más- intervine yo para reafirmar a María como mujer-; sea una caña para María, otra para mí, y un orujo para la Bohemia.

Susana me traspasó con una mirada que venía a decir algo así: “Si se te ocurre tocarle un pelo te capo”. Pero, claro, yo se la devolví con otra que afirmaba: “Más vale que sea yo que me conoce, que cualquier otro cabrón al que no pueda siquiera pedirle cuentas”.

María agarró su caña, sorbió un poquito. Susana, muy en su línea, terminó el orujo de un sorbo, con dos cojones. Le serví otro para
tenerla contenta, al menos mientras María estuviera entre nosotros.

- ¿No conoces nada de Madrid, María?

- Bueno, un poquito. He venido algunas veces con mis padres a visitar a la tía, pero ha cambiado mucho...

- Para cualquier cosa –y subraye ese “cualquier cosa” con mi sonrisa infalible- que necesites, ya sabes donde me tienes, María…

Y ví salir dos colores tímidos de sus mejillas que se me antojaron lo más hermoso y virginal que había visto desde hacía tiempo.

- María- interfirió la Bohemia- tú ni caso al Sr. Vansi, que es un jodido escritor mal de la cabeza que lo más que te puede enseñar es la calle de la amargura. Tú no te separes de tu tía, que yo me conozco Madrid como la palma de mi mano.

- Como usted quiera, Susana. Sólo quise ser amable...

- Por eso me das miedo, Eddi Vansi.

- Ya sé cuidarme sola, tía.

- Eso decís todas –se terminó su orujo-. Anda, termínate la caña que te voy a enseñar la Plaza de Oriente, verás que bonita la han dejado.

María terminó su caña con prisa, mirándome de soslayo. Su boca se había cerrado y para mí era un alivio, porque no hacía más que pensar en todo lo que podría disfrutar con ella.

Susana había calmado su gesto de disgusto; ahora me miraba con otro, más parecido a “Eddi Vansi, jodido cabrón… Mi niña te ha entrado por esos ojitos viciosos…”.

Yo le devolví mi cara de siempre con otro mensaje: “Susana, sabe usted que cualquier mirada sería viciosa teniendo ese monumento delante…”.

- Pues ya nos vamos –me dijo Susana.

- Un placer, Sr. Vansi.

- El placer es mío, María. Ven cuando quieras...

- Gracias. Muy amable.

- Ni lo sueñes, Eddi Vansi –dijo su tía.


- En cualquier caso, para cualquier cosa –insistí, porque se me estaba yendo-, ya sabes que aquí tienes la posibilidad de...

- ¡De que te denuncie a la poli, Eddi Vansi! –me interrumpió, gritando y ya casi saliendo por la puerta, la Bohemia-. Anda, niña, sal. Vas a ver qué bonita ha quedado la Plaza de Oriente...

- ¡Recuerdos a Franco! –alcancé a gritarla.

- ¡A tu madre!- oí gritar a la Bohemia ya de espaldas…

Me quedé absorto en mi deseo mirando el culo de María atravesando la jodida puerta.

A través de la cristalera, y mientras la Bohemia alzaba la mano para parar un taxi, vi como María giró su rostro, me echó una sonrisa, y me guiñó el ojo con la destreza típica de una experta jugadora de mus.

Yo, que soy un cabrón, le devolví la seña y la sonrisa.

Y volví a mis asuntos pensando que al final había ganado la partida o, por lo menos, que las piezas ya estaban estratégicamente colocadas esperando nuevos movimientos.

Publicado el miércoles, 5 de julio de 2006, a las 23 horas y 36 minutos

ANTES DE MI ENTIERRO SEGUIRÉ SIENDO YO. Pienso si cuando llegue a viejo me pareceré en algo al que soy ahora, ahora que por fin creo estar seguro de saber quién soy y estoy a gusto y me sé fajar de tantas cosas.

Si seguirán conmigo mis manías, mi adicción a la ginebra y Marta.

Si Cleo retozará aún en mi vida.

Si habré perdido la guerra o me quedarán por librar algunas batallas perdidas, como si en verdad yo hubiera sido un jodido soldado siempre en la reserva y me sacaran para la contienda final.

Si habré aprendido para entonces, de una jodida vez, a vivir y a beber y a mirarme en el espejo sin arquear las cejas.

Si seguiré con los mismos vicios de escribir, de leer, de fumar; de saberme perdido en un sin rumbo, como si mi vida no tuviera sentido y ése no fuera sino su eje fundamental.

Es más, a veces creo que lo más verosímil, según los pasos que llevo, es que no llegue a viejo, y que si lo hago, termine pareciendo una especie de Susana La Bohemia con mi esquina propia en algún bar que me de asilo, con otro camarero que me sirva buenas copas de ginebra a palo seco, y otros clientes que me recuerden lo que los años se llevaron como un Tsunami sin escándalos, discretos, poco a poco.

Quizá para mi tercera edad sea ya un autor consagrado y me dedique a dilapidar mi fortuna y el poco tiempo que me quede con las mejores putas que soñé.

O me implique en alguna labor altruista para el lanzamiento de jóvenes autores, qué coño, que cada palo aguante su vela, que yo prefiero el catre y las putas.

Lo más probable es que llegue a viejo con una Marta emancipada de mi amor viviendo a todo trapo con su amante estúpido, y yo solo en mi casa lo mismo de cabrón que ahora pero con los colmillos aún más retorcidos.

Confío en que, cuando envejezca y sea un jodido rancio pudriéndome en mi desidia, queden mis colegas, los pocos que conservo aún, dándome ánimos para seguir vivo o muerto, según quiera.

Lo mismo Serafín Izcueta decide acordar conmigo algún texto de puta madre para leer cuando ya no esté, y para que el público que acuda al recital pueda vomitar o llorar según se le antoje. A esas alturas de mí película me iba a dar lo mismo.

Observo mi vejez como un vaso siempre vacío y una botella siempre llena.

Una cama desecha.

Boris Vian disonando desde la otra habitación.

Una bañera en la que sentarme.

Alguna puta que me la mame cuando ya esté muy borracho.

Cervezas abiertas para dar de comer a las moscas.

Una barba de tres días y una cuchilla oxidada.

Y el abandono a las letras porque disponga de tiempo: sin dinero, sin necesidad, sin mandil, sin Susana la Bohemia.

Un libro abierto.

Otro libro abierto.

Un cenicero lleno de colillas.

Una mesa y su desorden de cosas por hacer.

Miles Davis, Chet Baker.

Una cabeza llena de recuerdos, si es que antes el hijo de puta de Korsakoff no ha venido en mi ayuda para borrar todo de mi memoria y dejar solo lo necesario para poder mear tranquilo.

Puede que regrese a Granada.

Puede que nunca regrese.

De todo, seguro que quedaré yo, Eddi Vansi. Por lo menos para mí, cojones, que habré tenido la mala suerte de aguantarme toda la vida.

Publicado el viernes, 14 de julio de 2006, a las 17 horas y 43 minutos

LA FAMILIA. Uno tiene dos familias, me digo, mientras, repantingado en el sofá, ginebra en mano, escucho al Papa decir en la tele que sólo hay una y es la suya, la auténtica; y es la que debemos tener todos.

La primera es ésa, me sigo diciendo; la tuya, la que tienes por narices. La inevitable. La que te toca en el sorteo que hacen en la nada y que te trae hasta aquí desnudo y amnésico. La que nos asigna un dios o la suerte, y nos ingresa en ese jodido mundo de padres y de hijos, de hermanos o nietos o maridos, o de cualesquier otros parentescos interminables y pesadísimos que de niño te colman de besos y de pastas y, ya de mayores, de entierros y de olvidos, y de herencias que desembocan en navajazos fraticidas.

Una familia que primero te convierte en vástago y luego en marido, como si tu existencia se resumiera en un continuo espaciotemporal que debieras cumplir llegada la hora, sin remisión, por cojones, porque es lo que tiene que suceder y sucede.

La segunda es la que de veras importa, o por lo menos a mí, por más que al Papa se la sude. La segunda es la que uno se va haciendo cuando crece, la que uno elige, la que se nutre de gente que no conoces personalmente, pero que caminan contigo desde que eres como eres. La segunda son espejos, o luces, o caminos del alma, en el supuesto de que exista y de que Descartes se declare ateo. La segunda es Cortázar, Henry Miller, Miles Davis, Bukowski. Es Goya o Van Gogh o Fante. Chet Beker. Boris Vian. Javier Krahe. Mi familia se compone de estas gentes que me han hecho más libre, que me acompañan siempre, y es en ésa en la que confío, creo.

-¿No crees, Marta? –le pregunto, aprovechando que pasaba por ahí, y por esa manía que tengo de pensar que mis monólogos internos son externos.

-¿El qué, cariño?

Marta deambula por la casa ajena a todo lo que no sea encontrar sus putas gafas de sol, porque se va al Rastro y llega tarde y afuera hace un domingo soleado y caluroso.

-Lo del Papa –le explico a bote pronto- que ha venido a Valencia a defender la familia...

-¿La nuestra?

-No sé... No creo... La familia cristiana, imagino...

-¿Por qué no ves otra cosa? Te vas a volver loco viendo a ese hombre, no son horas para sermones...

-Porque se ha jodido la antena colectiva y sólo se ve la 2...

-Avisa al puto presidente de la Comunidad, Eddi Vansi.

-Soy yo, cariño...

Marta se ríe por no echarse a llorar, y sigue a lo suyo.

Marta ya sólo va a lo suyo. Ha llegado a ese punto sin retorno en el que le da igual mi presencia. Convive conmigo, pero pasa de mí. Hace su vida. Me habla, me besa, sonríe, a veces me folla, pero todo tan sin ganas y tan frío, tan desde tan lejos, que no la siento. ¿Dónde cojones está Marta, la mía?

-¿No has visto mis gafas? –me pregunta la Marta de otro.

Pasa por delante y por detrás de mí, busca que te busca, como si yo no fuera más que un voluminoso objeto que huele a alcohol, desvaría, y casi siempre estorba.

-No –le respondo.

-¿Seguro?

-Seguro.

-Bueno, mira... Pues me voy, joder, que llego tarde...

-Vendrás a comer, ¿no?

-No, no creo...

No, no cree. Aunque cada vez me importa menos.

Ojalá el postre le aproveche, se lo merece.

Me lo merezco.

No sé qué diría el Papa de nuestro matrimonio si lo viera. Si esto es una familia como Dios manda o un puto desastre. Si aún es necesario luchar o dejar que todo se caiga sin remedio.

No sé qué diría el Papa de un marido borracho y retorcido y escritor, para más inri; y una esposa que le pone los jodidos cuernos un domingo de Rastro, y un domingo soleado, joder, ni más ni menos.

No sé qué diría de Eddi Vansi y de Marta este señor que adoctrina masas y que tan convencido está de lo inmutable, como si él, que no sabe qué coño es una mañana de domingo viendo desaparecer en brazos de otro a la mujer que has amado, pudiera sentar cátedra de la vida en pareja.

Ni sabe lo que son las horas muertas, o lo grande que puede llegar a hacerse una cama de matrimonio cuando cada uno ocupa una esquina en ella. Kilométrica.

Él no tiene ni puta idea de nada y además, tampoco me importa lo que pudiera decir de nosotros, qué cojones.

Apago la jodida tele, cansado de su sinrazón y su parafernalia.

Apuro el vaso.

Rescato de una mesilla que tengo junto al sofá el mando de la cadena de música.

Me tumbo con los brazos cruzados detrás de la cabeza, en plan escritor en horas bajas.

Intento concentrarme en María, en sus pechos, en si llevará sujetador con relleno o no llevará nada.

Joder, me siento incómodo.

Escucho una especie de “crak” sordo debajo de mi espalda.

Sólo cuando me incorporo y retiro de debajo de mí las putas gafas de Marta, y vuelvo a tumbarme, y cierro los ojos, es cuando John Coltrane se atreve a decirme:

-Hey, brother...

Y me rescata a tiempo de sentirme solo.

Publicado el jueves, 20 de julio de 2006, a las 9 horas y 28 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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