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LA FAMILIA. Uno tiene dos familias, me digo, mientras, repantingado en el sofá, ginebra en mano, escucho al Papa decir en la tele que sólo hay una y es la suya, la auténtica; y es la que debemos tener todos.
La primera es ésa, me sigo diciendo; la tuya, la que tienes por narices. La inevitable. La que te toca en el sorteo que hacen en la nada y que te trae hasta aquí desnudo y amnésico. La que nos asigna un dios o la suerte, y nos ingresa en ese jodido mundo de padres y de hijos, de hermanos o nietos o maridos, o de cualesquier otros parentescos interminables y pesadísimos que de niño te colman de besos y de pastas y, ya de mayores, de entierros y de olvidos, y de herencias que desembocan en navajazos fraticidas.
Una familia que primero te convierte en vástago y luego en marido, como si tu existencia se resumiera en un continuo espaciotemporal que debieras cumplir llegada la hora, sin remisión, por cojones, porque es lo que tiene que suceder y sucede.
La segunda es la que de veras importa, o por lo menos a mí, por más que al Papa se la sude. La segunda es la que uno se va haciendo cuando crece, la que uno elige, la que se nutre de gente que no conoces personalmente, pero que caminan contigo desde que eres como eres. La segunda son espejos, o luces, o caminos del alma, en el supuesto de que exista y de que Descartes se declare ateo. La segunda es Cortázar, Henry Miller, Miles Davis, Bukowski. Es Goya o Van Gogh o Fante. Chet Beker. Boris Vian. Javier Krahe. Mi familia se compone de estas gentes que me han hecho más libre, que me acompañan siempre, y es en ésa en la que confío, creo.
-¿No crees, Marta? –le pregunto, aprovechando que pasaba por ahí, y por esa manía que tengo de pensar que mis monólogos internos son externos.
-¿El qué, cariño?
Marta deambula por la casa ajena a todo lo que no sea encontrar sus putas gafas de sol, porque se va al Rastro y llega tarde y afuera hace un domingo soleado y caluroso.
-Lo del Papa –le explico a bote pronto- que ha venido a Valencia a defender la familia...
-¿La nuestra?
-No sé... No creo... La familia cristiana, imagino...
-¿Por qué no ves otra cosa? Te vas a volver loco viendo a ese hombre, no son horas para sermones...
-Porque se ha jodido la antena colectiva y sólo se ve la 2...
-Avisa al puto presidente de la Comunidad, Eddi Vansi.
-Soy yo, cariño...
Marta se ríe por no echarse a llorar, y sigue a lo suyo.
Marta ya sólo va a lo suyo. Ha llegado a ese punto sin retorno en el que le da igual mi presencia. Convive conmigo, pero pasa de mí. Hace su vida. Me habla, me besa, sonríe, a veces me folla, pero todo tan sin ganas y tan frío, tan desde tan lejos, que no la siento. ¿Dónde cojones está Marta, la mía?
-¿No has visto mis gafas? –me pregunta la Marta de otro.
Pasa por delante y por detrás de mí, busca que te busca, como si yo no fuera más que un voluminoso objeto que huele a alcohol, desvaría, y casi siempre estorba.
-No –le respondo.
-¿Seguro?
-Seguro.
-Bueno, mira... Pues me voy, joder, que llego tarde...
-Vendrás a comer, ¿no?
-No, no creo...
No, no cree. Aunque cada vez me importa menos.
Ojalá el postre le aproveche, se lo merece.
Me lo merezco.
No sé qué diría el Papa de nuestro matrimonio si lo viera. Si esto es una familia como Dios manda o un puto desastre. Si aún es necesario luchar o dejar que todo se caiga sin remedio.
No sé qué diría el Papa de un marido borracho y retorcido y escritor, para más inri; y una esposa que le pone los jodidos cuernos un domingo de Rastro, y un domingo soleado, joder, ni más ni menos.
No sé qué diría de Eddi Vansi y de Marta este señor que adoctrina masas y que tan convencido está de lo inmutable, como si él, que no sabe qué coño es una mañana de domingo viendo desaparecer en brazos de otro a la mujer que has amado, pudiera sentar cátedra de la vida en pareja.
Ni sabe lo que son las horas muertas, o lo grande que puede llegar a hacerse una cama de matrimonio cuando cada uno ocupa una esquina en ella. Kilométrica.
Él no tiene ni puta idea de nada y además, tampoco me importa lo que pudiera decir de nosotros, qué cojones.
Apago la jodida tele, cansado de su sinrazón y su parafernalia.
Apuro el vaso.
Rescato de una mesilla que tengo junto al sofá el mando de la cadena de música.
Me tumbo con los brazos cruzados detrás de la cabeza, en plan escritor en horas bajas.
Intento concentrarme en María, en sus pechos, en si llevará sujetador con relleno o no llevará nada.
Joder, me siento incómodo.
Escucho una especie de “crak” sordo debajo de mi espalda.
Sólo cuando me incorporo y retiro de debajo de mí las putas gafas de Marta, y vuelvo a tumbarme, y cierro los ojos, es cuando John Coltrane se atreve a decirme:
-Hey, brother...
Y me rescata a tiempo de sentirme solo.
Publicado el jueves, 20 de julio de 2006, a las 9 horas y 28 minutos
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