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TRES. Nunca he ganado un duro escribiendo, ni un euro, ni ningún jodido mecenas me ha ofrecido nunca una vida muelle a cambio de que escriba.

Es una putada porque sé que si me pagaran sería el mejor escritor, igual que soy el mejor camarero porque me pagan. Pero nadie se ha dignado nunca, y yo ya no me esmero gratis.

Lo normal en estos casos, y a estas alturas, y con este carácter que tengo y mantengo, es que me cagara en todo lo que se menea, que pusiera el grito en el cielo, que acusara a los editores y a los críticos de necios, de ciegos, de inútiles y de bastardos, y que, como un Ignatius J. Reilly con mandil y más delgado, clamara por las esquinas la conjura de los necios; pero no, no es ésa mi guerra, ni mi forma de entender este jodido asunto.

Nunca ha ido conmigo eso de hacerse la víctima, y tal vez por eso he tenido siempre la suerte de los perdedores. Y puede que haya perdido, joder, pero uno tiene que tener la dignidad suficiente para no dar pena.

A fin de cuentas, si no vivo de lo que escribo es porque soy un vago, porque apenas lo he intentado, y no porque nadie me comprende y todas esas mierdas que gritan los escritores mediocres a los cuatro vientos.

Tengo millones de cosas al día que no hacer, y soy feliz mirando al techo, fumándome un cigarro sin pensar en nada, dejando que transcurra el tiempo en una suerte de zen que no es sino desidia.

Llegado a este punto, sólo me muevo por dinero y por alcohol, y por unas piernas bonitas subidas a unos taconazos de vértigo.

Entonces, sí.

Entonces no hay nada que se me resista, qué coño.

Pero para cualquier otra cosa siempre necesito un empujón en forma de cheque a fin de mes; o un par de hostias, a qué negarlo.

Tal vez algún día cambie mi suerte, o siga igual de perro y de pobre, pero mientras tanto yo me basto sólo para fracasar, joder, y ese mérito es mío, y no tiene precio.

Publicado el viernes, 16 de febrero de 2007, a las 21 horas y 01 minutos

YOLANDA Y EL ARDOR. Se abrió la puerta del bar.

Entró un frío áspero, duro y, atenuándolo, una voz de mujer que reconocí al instante, y que esperaba oir desde hacía tantos días que qué coño importaba ya que fuera invierno.

Yo estaba de espaldas a la puerta, cortando el puto pan en rebanadas, y al oír su “Buenos días” tan jovial casi me rebano un dedo con la tontería de que esta mujer, sólo con su voz, ya me pone de los nervios.

Me giré con el cuchillo en la mano cual Norman Bates haciendo horas extras, y la vi.

Era Yolanda, claro, con su acento tan característico, su sonrisa y sus jodidas y hermosas caderas.

Era Yolanda, otra vez, por fin, abriendo de par en par mi día de suerte.

- Buenos días, Diablo –me dijo tan tranquila, como si su boca no fuera mi vicio, y yo no me volviera loco mirándola- Vengo a por mi café, ya sabes...

Dejé el cuchillo en la pila, me limpié las manos en el mandil, sonreí, carraspeé, me quedé sin habla durante medio siglo, y al fin, casi en un tartamudeo, le dije:

- Qué bien; ahora te lo pongo.

Y aunque volví a esmerarme con el tema de la espuma, no tuve éxito.

Y se lo puse.

- Ya tocaba, ¿no? –le dije, cogiendo carrerilla.

- ¿Tú crees?

- Bueno... Sí, lo creo...-le dije, titubeando como un jodido principiante.

- ¿Has vendido mis chicles?

No había vendido sus chicles, claro. Ni de coña. En dos meses, apenas tres o cuatro jodidos paquetes de menta, un par de fresa, una mierda. Mis amenazas a Susana la Bohemia no surtieron efecto alguno, y los demás clientes no se entusiasmaron lo más mínimo ante la nueva adquisición de mi bar. El expositor se había puesto amarillo con el humo que despide la plancha, eso era todo.

- Ya ves que no, Yolanda –le contesté, señalando el expositor, un poco avergonzado de mi fracaso como vendedor de chicles-. Yo creo que la gente que viene por aquí no tiene dientes...

Se rió sonoramente. Cuatro o cinco clientes de alrededor se nos quedaron mirando, pero me importó un carajo: esa mujer con mayúsculas estaba jodidamente guapa cuando reía y su boca, con ese gesto, encontraba la forma perfecta de la puta belleza, coño.

- En serio... –le dije- Ya lo ves...

- Eres muy gracioso, Eddi...

¿Gracioso?. En ese momento me podría haber dicho que era el portero del infierno, que me hubiera sentado lo mismo de bien.

- Algún arma tendremos que tener los feos, ¿no te parece?-

- A mí me pareces el diablo, te lo juro. Ahora que vuelvo a verte y a mirarte más despacio, estoy más segura. Ni guapo ni feo; eres el puto Diablo, Eddi.

Bien, no supe qué contestar a eso, la verdad.

Debí poner cara de interrogación, y luego de imbécil, supongo. Pero qué más daba, si en aquel instante era el hombre más afortunado del mundo en cuestión de faldas, y no era cuestión de joderla con la basura que suele salir del subconsciente. Así que disfruté del momento, y me pusé a atender a clientes como si su presencia allí fuera cotidiana.

Al rato, no sé muy bien cómo empezó a liarme con la compra de unos putos caramelos, porque le sale tan natural la venta que nunca parece que te está vendiendo nada, la cabrona. Que eran los mejores del mercado, me dijo, y yo le dije que no olvidara el fracaso de los chicles. Que no era lo mismo, y yo que sí. Que era invierno, y yo que no. Que sí. Que la gente los necesitaba para vivir, y joder, yo sin enterarme.

- Venga, vale...

¿Cómo iba a decir que no?

- Voy al coche a por ellos

Y añadió, como quien no quiere la cosa:

- Te voy a traer un expositor más bonito y un poquito más grande, para que puedas poner también los caramelos.

- ¡Yolanda! ¿Y dónde coño lo pongo? –le pregunté, pero ya salía casi por la puerta, y sólo me dijo adiós con un gesto.

Como la otra vez, volvió tras unos minutos lentísimos hablando por el móvil, y llevando en la otra mano un expositor el doble de grande que el que ya tenía.

- ¿Dónde coño lo pongo? –volví a preguntarle, cuando colgó el teléfono.

- Joder, Eddi –me respondió casi indignada-. ¿No ves que te lo he subido para que puedas poner debajo las botellas que tienes ahí?

- Pero va a quedar muy alto, ¿no?

- Así se verá más, Eddi. Y se trata de eso, de que se vean. Esto de los chicles es impulso, ¿sabes? La gente entra a tu bar porque haces unos cafés estupendos, porque eres un tío simpático, no sé... Y si ven los chicles, los compran.

- Si es cuestión de impulso… Entonces, tú tienes algo en común con los chicles…

- Pues eso, Eddi –agregó, arreglándose la melena-; cuestión de impulso… Ahí te va a quedar el expositor estupendamente...

- Como quieras...

Porque es así.

Porque esta mujer consigue lo que quiere, se ve a la legua, y más de mí, que estoy rendido a sus putos pies y me la quiero follar a toda costa, a qué negarlo. Y ella lo sabe, qué coño.

Le puse otro café para entretenerla, para que no se fuera, e intenté saber de su vida, de sus cosas, no sé, joder, saber algo sobre ella; y cuando, con el tacto de un león marino, le pregunté qué años tenía, me dijo:

- Tengo los suficientes para no tener que pedir permiso a mis padres cuando me invites a cenar, Diablo.

- Te toca a ti invitarme –le dije-. ¿O es que mis cafés con espuma a medias no se merecen una buena cena?

- Que te crees tú eso –me respondió, levantándose para irse-a ver si te piensas que todo el mundo se atreve a estar al lado del diablo, Eddi; y yo me voy a arriesgar a estar unas horas compartiendo mantel con él.

- Joder Yolanda, te invito, vale...; pero no te vayas aún... –y volví a enseñar la patita de cordero por debajo de la puerta, como un inútil.

- Tengo que vender más chicles, ya sabes. Hablamos para eso...

Y se fue, claro.

Se fue sin dejarme un teléfono, una pista, nada. Sólo unos jodidos caramelos que no voy a vender nunca.

En fin... Cosas que le pasan a un hombre cuando siente que sin más ni más tiene una vida detrás de la bragueta.

Publicado el viernes, 9 de febrero de 2007, a las 0 horas y 36 minutos

EDDI VANSI S.L. Ahora en el puto invierno, el bar, por las tardes, termina de perder el escaso brío que tiene de costumbre, y a partir de las siete y media, que ya es de noche y hace un frío del carajo, se puede decir sin complejos que no entra ni Dios, si exceptuamos a algún despistado aterido, o tomamos por diosa a Susana La Bohemia, que no es que entre en el bar, sino que nunca sale.

A veces hablamos un rato los dos, y las más, yo me hago el loco porque a mí me gusta hablar lo mínimo cuando voy sobrio, y prefiero perderme en mis cosas y mis mundos.

Fue por eso, tal vez, que me dijo la otra tarde:

- Eddi Vansi... ¿Sabes?... Eres el tío más solitario que he conocido nunca.

- Vaya... –contesté bien jodido-. ¿Me lo tomo como un cumplido, Susana?... ¿A qué cojones viene eso?

- No te lo tomes a mal, gruñón; que eres un gruñón –así, con toda confianza- Por nada. No sé... Vengo aquí tantísimas tardes y tú siempre pareces estar metido en una puñetera burbuja, en tu jodido mundo, como si no te rozara nada de lo que te rodea...

- Ya –la interrumpí-... Eso es el orujo, joder.

Pero no es el orujo.

- ¡No es el orujo, coño! –gritó indignada- Es que llevo una hora y media aquí y apenas nos hemos dirigido la palabra.

- Locuaz no soy, desde luego, y eso ya debería usted saberlo.

- No te gusta la gente, Eddi Vansi. Eso es lo que te pasa.

- Me gustan las personas, algunas, a veces.

- Ya...

- Y a solas.

- Eres un perro verde...

- No tenga pena por mí, Susana, que yo tampoco la tengo.

Porque aunque a veces me espanto de lo solo que estoy, y me descubro en el espejo a primera hora como un jodido canalla bien jodido, y todo me queda lejano, me suelo recomponer y sacar pecho y escupir por el colmillo, y le saco partido a la puta soledad que tengo, porque es mía, la he buscado yo, me gusta estar solo, joder, sólo es eso.

Y cuando digo solo, quiero decir un singular corrosivo de la cabeza a los pies. Un puto uno, una soledad portátil que llevo conmigo adonde vaya, por mucho que me rodee de mis colegas, o que Marta se pegue a mis riñones mientras duermo, o que mi bar amontone clientes por la mañana o que los pechos de María sean el último refugio en caso de guerra.

Pero no es eso, joder…

Tiene razón Susana La Bohemia.

Es más bien una actitud. Una vocación. Una independencia.

Solo por elección y convencimiento, ¿qué pasa?

Solo porque soy un ególatra sin remedio, y me creo el superviviente de mi propia guerra y el resto, una reunión de vencidos.

Solo porque no quiero dar cuentas a nadie.

Solo porque me da la real gana.

Por eso, no titubeo al terminar de retirar la espuma al afeitarme y mojar mi cara dura tan suave.

No titubeo al coger el jodido coche y volver al bar que regento.

Ni me tiembla el pulso si veo a Cleo cuando me estoy follando a Marta, o a María, o a cualquiera de las putas que frecuento.

Ni me arredra ninguna madrugada, en fin; por más que sólo me acompañe la ginebra y unos cigarrillos.

Sí, soy un solitario sin pena; y que conste que he visto cosas peores.

Publicado el domingo, 28 de enero de 2007, a las 15 horas y 58 minutos

REGALO DE REYES. Marta, como una cría, espera todos los jodidos años al día seis de enero para sorprenderme con algún regalo de reyes, por más que le haya dicho millones de veces que yo no paso por el aro de esas tonterías, y que el mejor regalo que nos puede hacer un rey es abdicar, qué coño; pero a ella no le importa mi mal humor ni mis invectivas, e invariablemente esa mañana se levanta, me despierta, me mira, sonríe, me dice con voz como de arcángel con resaca:

-Ven Eddi Vansi, tengo un regalo para ti.

-Pero..., Marta... –balbuceo, recién llegado al mundo de los vivos.

-Ya sé... Ya sé... –me dice irónica, mirándome como si estuviera enamorada-. El mejor regalo de los reyes es que etcétera...

Y se ríe, la cabrona. Y yo. Y me doy cuenta de que no tengo nada para ella, como es costumbre.

Y, como siempre, da igual, porque ella ya lo sabe, tampoco espera nada, y sigue sonriendo.

-Ven, venga, coño... Levántate...

Confío en mi suerte para no recibir una corbata con la que poder ahorcarme, ni un bote de colonia que no voy a usar, por muy cara que sea o por mucho que le guste a Marta. Tal vez un jersey tras el que escarchar otro invierno. O un libro de autoayuda para acabar de joderme. O una botella de Tanqueray para poder emborrachar a este dos mil siete, si se deja.

Me conduce hasta esa habitación llena de nada donde decimos que tenemos algo, y me planta, literalmente, delante del ordenador.

Lo enciende.

Conecta Internet.

Suelta una carcajada que suena hasta tétrica.

Mi asombro va en aumento. Ni siquiera me he lavado la cara, y no sé qué coño hago sentado delante del ordenador esperando un regalo de reyes. ¿Saldrá alguna divinidad en pelotas para alegrarme la mañana?

-¿Me has suscrito a Private, Marta? –le pregunto, intrigado.

-Cállate, anda...; y espera un segundo.

Abre la página web del 20 minutos, la pestaña de los Premios Blogs, y me dice:

-Este es tu regalo, Eddi Vansi. Te he apuntado al jodido concurso de blogs del 20 minutos.

Marta y sus regalos.

-No me jodas, Marta.

Me sostiene la cabeza entre sus manos, me mira risueña, me planta un beso de cine, un beso largo y dulce que acaba por ponérmela tiesa.

-Tú nunca te habrías apuntado, Eddi –me dice- Lo sabes. Y cuando lo vi, pensé que no estaría mal que concursaras.

-Los concursos son una merienda de negros, Marta. Y ya sabes cuál es mi suerte.

-Lo sé. Y sé que escribes de cojón, que no tienes nada que envidiar a nadie, y que por qué no puede sonar la flauta, coño.

-Como quieras, Marta. Me he quedado un poco a cuadros, perdona; pero está bien, sí...

-Lo he hecho con todo el cariño del mundo, Eddi...

-Muchísimas gracias, de veras... –y sonrío, y me levanto, y me acerco a unos centímetros de ella- Ahora... Oye... Que lo que más me ha gustado es el beso en el que venía envuelto...

-Sólo piensas en lo único, Eddi Vansi.

-Dame otro, anda...

Y nos dimos, vaya si nos dimos. Allí mismo, en la puta alfombra. Como si fuera la primera vez que echábamos un polvo. A saco. Un regalo de Reyes que te cagas.

Publicado el domingo, 21 de enero de 2007, a las 11 horas y 48 minutos

DOS. Y mientras tanto...

- ¿Tú cómo ves la botella, Eddi Vansi...? –me preguntó la otra tarde un cliente en horas bajas-. ¿Medio llena o medio vacía?

- Doble, joder –contesté sin muchas ganas-. La veo doble.

Publicado el jueves, 11 de enero de 2007, a las 0 horas y 20 minutos

UNO. Yo no soy un escritor maldito, entre otras cosas porque ni sé lo que eso significa exactamente, ni sé los requisitos que uno debe cumplir para que le adjudiquen esa etiqueta de mierda que, como todas, por otra parte, sólo señala el precio, y no el valor.

Y a día de hoy yo no estoy en venta o, lo que es lo mismo, aún no han acertado con mi puto precio justo.

Yo ni siquiera soy un escritor, porque apenas escribo, porque yo no vivo de esto y me puedo permitir estas licencias. Porque no tengo esa disciplina que tendría que tener, coño.

Yo lo que soy es un vago reconocido, con todas las letras y todo el fracaso que conlleva, y todo su cinismo.

Yo no busco, y a veces ni encuentro. Y tampoco me hace falta.

Y casi siempre me basta con media botella de Tanqueray para que el mundo me importe un carajo, con toda su literatura y su oropel.

Y a veces no tengo bastante con nada y me sueño que soy el mejor escritor del mundo.

Y es entonces cuando me bebo el resto de la botella y me pregunto qué coño estoy haciendo en un puto bar sirviendo cafés y repatriando borrachos, y no escribiendo como un cabrón día y noche, como se supone que lo hacen los grandes, los que ven sus libros en la sección de novedades, y se quedan tan panchos publicando mierda y media una vez al año.

Sí, coño. Soy capaz de hacer lo mismo, me digo, no puede costar tanto.

Y me pregunto qué me impide llegar a la puta cima de este mundejo.

Y la escalada se me antoja como el ascenso al Everest en manga corta.

Y ojalá me encuentre algún bar en el camino.

Publicado el sábado, 30 de diciembre de 2006, a las 20 horas y 32 minutos

MINUTOS MUSICALES. Sólo soy constante en mi inconstancia, y así me luce el pelo. Pero con la música, como con la bebida, es como si fuera otro hombre, y me preocupo y me informo, y me busco la vida para conseguir tal disco de tal tipo si me han dicho que está de puta madre, o me paso las horas mirando como un gilipollas el e-mule para bajarme la rareza más inencontrable de Boris Vian.

De hecho, de las personas que me rodean me interesa mucho la música que escuchan. También sus lecturas, su corazón, su forma de gesticular o su sintaxis; pero más sus canciones, y casi diría que la música que les gusta también tiene que ver en que me importen.

No llego al punto de retirar el saludo a nadie porque le gusten los jodidos Rammstein, o cualquier baratija de esas que se bailan en las discotecas hasta el culo de vete tú a saber qué; pero sí me da una idea de cómo es una persona según la música que le gusta, y así, hace que me acerque o me aleje más de ella, como si fuera una jodida pista que me condujera siempre a acertar.

Nunca me hubiera casado con Marta si, además de estar borracho cuando consentí el asunto, no estuviera enamorada de Schubert, o no se hubiera interesado con afán maníaco por Miles Davis, o no aborreciera, como yo, el hit parade.

Ismael no sería tan amigo mío si no hubiéramos devorado juntos, cuando éramos jóvenes, la discografía de Dylan, de Lou Reed o de Tom Waits, por poner ejemplos que unen para siempre.

O Cleo no sería mi Cleo si no me hubiese descubierto a Krahe en aquellos años de movida.

Soy así de melómano o de imbécil, que nunca se sabe, y que a mí me da lo mismo, porque disfruto que te cagas.

- Es el disco más triste del mundo –me dijo, en fin, Isabel, allá por el verano, en su piso de Granada, ofreciéndome un cd grabado minutos antes de que nos despidiéramos-. No sé por qué te lo doy pero, joder, Eddi, es que creo que tú también debes oírlo.

Y me lo alcanzó con una cara de interrogación que no supe bien como encajar.

Isabel es una buena amiga, de las pocas mujeres en quien tengo plena confianza. Si no he hablado antes de ella es por mi pereza y mi desmemoria, pero esta jodida mujer es importante en mi vida, por más que nos veamos de cuando en cuando y a veces casi nunca y apenas nos llamemos por teléfono. Nos unen, no sé, ciertas ideas, ciertas dotes artísticas (hace unas acuarelas de puta madre), ciertos desacuerdos, muchas conversaciones etílicas, y la música, claro, la jodida música.

Cogí el cd que me estaba dando, le di las gracias en plan autómata, y me la quedé mirando perplejo.

- Isabel –le dije-. Es el disco más triste que has escuchado nunca... ¿y me lo regalas?

- Ya...

- Así, ¿quién quiere enemigos?

- Es que este cd está hecho para ti.

- Eso... Eso es una prueba de amor, no me jodas... El jodido disco más triste del mundo…

- Se llaman Antony and the Johnsons, y el disco “I am a bird now” –me dijo así de carrerilla-. No sé mucho de ellos. Me lo han pasado hace poco. Son americanos, me parece; y el tal Antony, si es que es él, tiene una voz maravillosa.

El cd se quedó en mi coche medio olvidado durante mucho tiempo, un poco adrede, a qué negarlo. Joder, es que es difícil encontrar el momento adecuado para escuchar un disco con esas credenciales. Ninguno parecía bueno para decirse: “…ahora que estoy así, o asá, y no tengo nada a mano para suicidarme, voy a escuchar el disco más triste del mundo...”

Coño, cualquiera se atreve.

Pero, bendita la hora en que lo hice.

Recuerdo que iba conduciendo. Volvía de no sé dónde por la autovía de Barcelona camino de Madrid.

Iba yo solo y era de noche.

Conduciendo en una recta interminable de pronto me acordé, parecía que era el momento, que ya daba igual si Madrid quedaba cerca o lejos, o que en la próxima curva diera un jodido volantazo que me dejara en vía muerta, puse el cd y sonó esa gente, Antony and the Johnsons...

Y el puto viaje ya fue por otras carreteras, otras compañías y paisajes: los campos de algodón traídos a mi coche, los coros de las iglesias, las aceras de Nueva Orleans, el lamento borracho de los bluesman en sus tugurios de mierda, todo lo que es la jodida esencia de la música negra allí conmigo, en ese disco que me acompañará siempre, y que me dejó al borde de mi acera con la sensación de ser más libre.

Por todos los dioses del puto Olimpo... ¿De dónde había salido esa voz tan antigua? ¿Y qué más da que sea triste?

¿Quién coño dice que no se hace música ahora mismo?

Joder, ¿habéis escuchado esto?

Publicado el domingo, 24 de diciembre de 2006, a las 18 horas y 40 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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