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LOS BORRACHOS. Se me fue el año cuando estaba de espaldas a la puerta, en el último bar que estuve, junto a tres tipos solitarios, acodados en la barra y mirando nuestros vasos al trasluz, metidos en nosotros mismos y mareados ya de tanto neón y tanta música y tanta navidad de mierda, y las copas a veinte pavos porque es Nochevieja y tienen que hacer su puto agosto a costa de imbéciles borrachos como yo, que las pagamos. Mirando cómo veinteañeros se tragaban de todo y observaban nuestra presencia como una especie de aparición mariana.

Se me fue el año allí, sin despedirse, como si fuera un tres de marzo o un cualquiera, y me dejó sentado como siempre de espaldas a la puerta, en un bar a las tantas de la mañana, acodado en la barra, metido en mí mismo borracho pidiendo más, sin importarme un carajo que la ginebra supiera a fairy, o que la rubia del vestido de tirantes me enseñara un pezón bañado de purpurina a cada uno de sus bailes.

Pedí otra copa, como podía haber pedido una guillotina, o cianuro light. La cuestión era pedir. Que no quedase. A esas alturas de la madrugada estaba convencido de que no podría llegar a un antro peor del que estaba.

Me dio el punto y brindé por mí y por mis tres compañeros de barra, por Miles Davis, por Chet Baker, por Cleo, puede que hasta brindara por ti; pero nadie me hizo caso alguno. Sólo la rubia del pezón dorado dejó su frenesí un momento para levantar su vaso.

Con el ímpetu se me cayó la copa, que se estrelló en el suelo.

El camarero, un tipo enorme que en otra vida pudo ser asesino en serie, se negó a reponérmela, ni siquiera pagando.

Que me vaya, me dice. Que te vayas, tío. Que ya estás muy borracho, como si esa noche tuviese importancia una copa de más o de menos.

-Soy Eddi Vansi y estoy borracho, sí- le digo.

Me pongo borde.

Me enciendo un pitillo sin mirar si es, o no, zona de fumadores.

Me suelta una hostia guapa, así, de pronto y, aunque no me duele, sí consigue desplazarme hasta la puerta, como invitándome a salir.

Por si tuviera aún alguna duda de quién manda en el bar, el tipo ese de mierda salta la barra y me saca de dos patadas a la puta calle.

¡Feliz año!, me dice en un tono cuando menos irónico.

Hijo de puta, le dije, demasiado tarde.

Y cerró la puerta.

Y aterricé en la acera.

Después debí levantarme, andar, dar tumbos, caerme; debí deambular por Madrid como un indigente, aunque no lo recuerdo; y conseguí llegar a casa a mediodía, sin otra brújula que unas ganas enormes de dormir.

Mi último recuerdo lúcido fue Marta engullendo una bolsa de magdalenas al son de la Marcha Radetzky.

Publicado el lunes, 2 de enero de 2006, a las 23 horas y 13 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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