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VINO PELEÓN. La gente suele tener en casa una botella de vino para las visitas, para las cenas íntimas o para las buenas ocasiones. Yo siempre tengo una en algún sitio para mí sólo, para los malos tragos, para cuando me están cayendo chuzos de punta y no tengo paraguas y me estoy calando hasta los huesos.

Mi botella la tengo para que me acompañe cuando estoy más solo que la una, para que me escuche cuando no tengo a nadie que me oiga, para verla cómo se vacía despacio y yo me voy llenando, para, en fin, que me alegre o me entristezca mis putas penas, y me haga olvidar por unas horas que estoy jodido, muy jodido, por más que María sea un sueño húmedo o mis pajas me salgan tan bien últimamente.

No es que la botella de vino, en sí, solucione nada, pero es un paréntesis. Un punto y seguido de puta madre entre que crees que te mueres y te dejas de morir. Porque cuando bebes con empeño una niebla lo amortigua todo y el resto deja de importarte.

Como hoy. Que es un día de esos en que ves como, tras tantos años de vida, no has llegado a ningún sitio que merezca la pena, y que en el sitio donde has llegado no te espera nadie.

Que tienes cuarenta y pico años y tu mujer te engaña y tus amantes te ignoran y tu trabajo es una mierda así de grande a la que no haces más que echar horas, y de pronto te paras y te dices: “Joder, ¿qué coño estoy haciendo con mi vida?”

Y abres la botella y te echas un vaso de seis o siete sorbos y te sigues preguntando si no es hora ya de mandar todo a tomar por saco, dejar a la mujer y a las amantes y a la casa y al trabajo, y largarse de una puta vez a otra ciudad con otros bares, otras calles y otras caras, donde no te conozca nadie y tú mismo te puedas decir que has vuelto a nacer y está todo por escribir.

Y te echas el segundo vaso.

Otro sorbo.

Es una Vega Cristina de mierda, cosecha del dos mil cinco, sin más solera que mes y pico en un rincón oculto de mi cocina, y es que el vino en días como estos tiene que saber mal por cojones; en caso contrario no serviría para estos menesteres, ni estaría escondido adrede, ni beberías solo como un alcohólico profesional.

Otro vaso.

Sorbo a sorbo va sabiendo bien, menos mal, porque lo peor cada vez te queda más lejos y tú comienzas a ver con menos claridad tu jodienda.

El cuarto vaso es más o menos la mitad de la botella, que va adquiriendo su color verde característico de las botellas de náufrago.

Con éste, la cabeza sigue en pie, aunque la saliva empieza a hacerse insoportablemente pastosa y bebes más deprisa, y piensas más lento, más disipado, y te ves en esa ciudad ficticia en una calle llena de gente que te ignora, y tú vas como a contracorriente y todo el mundo te ve la puta cara, y la vida que dejaste atrás te parece el paraíso y entonces le das otro sorbo al puto vino y otro y te acabas el vaso y piensas que es mejor no pensar en nada y seguir bebiendo, convencido de que si sigues así la serpiente se morderá otra vez la cola, y volverás con Marta, con su amante, con tus putas, tu trabajo, y a guardar de nuevo otra botella en el mismo rincón de la de antes.

El quinto vaso es el difícil.

Hay que pensárselo mucho, porque es la última oportunidad que se tiene de pensar.

El quinto vaso es pasar el Rubicón, lanzarse al vacío, dejarse llevar adonde quiera el vino, y esperar que pase algo por arte de magia que haga que todo lo que tenías hasta ese momento se desintegre.

El puto vino.

Cuando atraviesa el gaznate sabe jodidamente áspero, arde, y entra en el estómago como una bomba de relojería.

El quinto vaso es el más difícil, sin duda; después de ése, todo es cuesta abajo.

Publicado el viernes, 15 de septiembre de 2006, a las 14 horas y 32 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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