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YOLANDA Y EL ARDOR. Se abrió la puerta del bar.
Entró un frío áspero, duro y, atenuándolo, una voz de mujer que reconocí al instante, y que esperaba oir desde hacía tantos días que qué coño importaba ya que fuera invierno.
Yo estaba de espaldas a la puerta, cortando el puto pan en rebanadas, y al oír su “Buenos días” tan jovial casi me rebano un dedo con la tontería de que esta mujer, sólo con su voz, ya me pone de los nervios.
Me giré con el cuchillo en la mano cual Norman Bates haciendo horas extras, y la vi.
Era Yolanda, claro, con su acento tan característico, su sonrisa y sus jodidas y hermosas caderas.
Era Yolanda, otra vez, por fin, abriendo de par en par mi día de suerte.
- Buenos días, Diablo –me dijo tan tranquila, como si su boca no fuera mi vicio, y yo no me volviera loco mirándola- Vengo a por mi café, ya sabes...
Dejé el cuchillo en la pila, me limpié las manos en el mandil, sonreí, carraspeé, me quedé sin habla durante medio siglo, y al fin, casi en un tartamudeo, le dije:
- Qué bien; ahora te lo pongo.
Y aunque volví a esmerarme con el tema de la espuma, no tuve éxito.
Y se lo puse.
- Ya tocaba, ¿no? –le dije, cogiendo carrerilla.
- ¿Tú crees?
- Bueno... Sí, lo creo...-le dije, titubeando como un jodido principiante.
- ¿Has vendido mis chicles?
No había vendido sus chicles, claro. Ni de coña. En dos meses, apenas tres o cuatro jodidos paquetes de menta, un par de fresa, una mierda. Mis amenazas a Susana la Bohemia no surtieron efecto alguno, y los demás clientes no se entusiasmaron lo más mínimo ante la nueva adquisición de mi bar. El expositor se había puesto amarillo con el humo que despide la plancha, eso era todo.
- Ya ves que no, Yolanda –le contesté, señalando el expositor, un poco avergonzado de mi fracaso como vendedor de chicles-. Yo creo que la gente que viene por aquí no tiene dientes...
Se rió sonoramente. Cuatro o cinco clientes de alrededor se nos quedaron mirando, pero me importó un carajo: esa mujer con mayúsculas estaba jodidamente guapa cuando reía y su boca, con ese gesto, encontraba la forma perfecta de la puta belleza, coño.
- En serio... –le dije- Ya lo ves...
- Eres muy gracioso, Eddi...
¿Gracioso?. En ese momento me podría haber dicho que era el portero del infierno, que me hubiera sentado lo mismo de bien.
- Algún arma tendremos que tener los feos, ¿no te parece?-
- A mí me pareces el diablo, te lo juro. Ahora que vuelvo a verte y a mirarte más despacio, estoy más segura. Ni guapo ni feo; eres el puto Diablo, Eddi.
Bien, no supe qué contestar a eso, la verdad.
Debí poner cara de interrogación, y luego de imbécil, supongo. Pero qué más daba, si en aquel instante era el hombre más afortunado del mundo en cuestión de faldas, y no era cuestión de joderla con la basura que suele salir del subconsciente. Así que disfruté del momento, y me pusé a atender a clientes como si su presencia allí fuera cotidiana.
Al rato, no sé muy bien cómo empezó a liarme con la compra de unos putos caramelos, porque le sale tan natural la venta que nunca parece que te está vendiendo nada, la cabrona. Que eran los mejores del mercado, me dijo, y yo le dije que no olvidara el fracaso de los chicles. Que no era lo mismo, y yo que sí. Que era invierno, y yo que no. Que sí. Que la gente los necesitaba para vivir, y joder, yo sin enterarme.
- Venga, vale...
¿Cómo iba a decir que no?
- Voy al coche a por ellos
Y añadió, como quien no quiere la cosa:
- Te voy a traer un expositor más bonito y un poquito más grande, para que puedas poner también los caramelos.
- ¡Yolanda! ¿Y dónde coño lo pongo? –le pregunté, pero ya salía casi por la puerta, y sólo me dijo adiós con un gesto.
Como la otra vez, volvió tras unos minutos lentísimos hablando por el móvil, y llevando en la otra mano un expositor el doble de grande que el que ya tenía.
- ¿Dónde coño lo pongo? –volví a preguntarle, cuando colgó el teléfono.
- Joder, Eddi –me respondió casi indignada-. ¿No ves que te lo he subido para que puedas poner debajo las botellas que tienes ahí?
- Pero va a quedar muy alto, ¿no?
- Así se verá más, Eddi. Y se trata de eso, de que se vean. Esto de los chicles es impulso, ¿sabes? La gente entra a tu bar porque haces unos cafés estupendos, porque eres un tío simpático, no sé... Y si ven los chicles, los compran.
- Si es cuestión de impulso… Entonces, tú tienes algo en común con los chicles…
- Pues eso, Eddi –agregó, arreglándose la melena-; cuestión de impulso… Ahí te va a quedar el expositor estupendamente...
- Como quieras...
Porque es así.
Porque esta mujer consigue lo que quiere, se ve a la legua, y más de mí, que estoy rendido a sus putos pies y me la quiero follar a toda costa, a qué negarlo. Y ella lo sabe, qué coño.
Le puse otro café para entretenerla, para que no se fuera, e intenté saber de su vida, de sus cosas, no sé, joder, saber algo sobre ella; y cuando, con el tacto de un león marino, le pregunté qué años tenía, me dijo:
- Tengo los suficientes para no tener que pedir permiso a mis padres cuando me invites a cenar, Diablo.
- Te toca a ti invitarme –le dije-. ¿O es que mis cafés con espuma a medias no se merecen una buena cena?
- Que te crees tú eso –me respondió, levantándose para irse-a ver si te piensas que todo el mundo se atreve a estar al lado del diablo, Eddi; y yo me voy a arriesgar a estar unas horas compartiendo mantel con él.
- Joder Yolanda, te invito, vale...; pero no te vayas aún... –y volví a enseñar la patita de cordero por debajo de la puerta, como un inútil.
- Tengo que vender más chicles, ya sabes. Hablamos para eso...
Y se fue, claro.
Se fue sin dejarme un teléfono, una pista, nada. Sólo unos jodidos caramelos que no voy a vender nunca.
En fin... Cosas que le pasan a un hombre cuando siente que sin más ni más tiene una vida detrás de la bragueta.
Publicado el viernes, 9 de febrero de 2007, a las 0 horas y 36 minutos
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