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DE ROTURAS Y POESÍA. Uno nunca se rompe por el mismo sitio.
De todas las caídas, son nuevos los pedazos y otras diferentes las cicatrices.

Cuando Cleo me dejó con un para siempre seco y un beso sin vuelta, no hubo manera de recomponerme. O ninguna digna. O alguna que conociera y que no incluyese la posibilidad de una soga o una ventana abierta.

Me quedé con mis pedazos en mi sofá. Días y noches.

No recuerdo cuántos. Desaparecieron los calendarios, las fechas importantes. No volvieron a existir los lunes, ni los domingos, ni los viernes. Ni tenía noción de mes. De estación. No había festivos, ni fiestas.

Me quedé a solas conmigo mismo. Con mis cigarrillos y mis ginebras. En una alarde de valentía y de borrachera perpetua y ceniceros llenos. Me quedé con mis arcadas. Mi pasado. Mis fantasmas. Sin giros argumentales que cambiasen el rumbo. Sin salidas de emergencia. Sin todavías.

Y así fue en bucle infinito. Una puta espiral de decadencia sin hielo, sin ducha, sin comida.

Pensé que me iba a morir. Que había claudicado. Que era el puto fin de mis días... Resistía a base de recuerdos. De los suyos que yo creía míos. De recorrer mentalmente el camino de vuelta hacia ella pero sin ella de fondo.

Cuántas veces metí mi cabeza entre mis manos como antes en su coño.
Y juro que no era el alcohol, ni la borrachera. Juro por mi sombra, que podía olerla, que podía oler lo que me dejó durante nuestros encuentros, durante nuestros años destrozándonos, que podía respirarla entera, su cuerpo, su perdición, sus gemidos, su sudor, sus lágrimas, su flujo, su saliva, su pis.

Respiré su condena en forma de último beso.

Jamás voy a odiar a nadie con tanto amor como a mi puta roja.

Y de pronto era su risa. En mi cabeza. Taladrándome. Un rotundo eco maldito. Los sonidos de su cuerpo. Todos los sonidos de su lascivo cuerpo martilleándome. De sus piernas arqueadas. De sus pies rozando el suelo. De sus dedos arañando la pared, las sábanas. De sus axilas. De sus ingles abiertas. De su coño hecho al vicio. De sus muñecas en mis manos. Del retorcerse, atada, de sus miembros. De sus dientes apretados bajo mi yugo. De la lengua de sus besos.

El sonido de su pelo rojo al expandirse. Al caer contra su espalda. Al rozar mis rodillas. Mi pecho. Mi polla. Su encendido infierno.
La perversión de su culo ofrecido, abierto. El sonido de su palpitar. De su gotear.

No cesaron en aquellos días el baile loco del recuerdo. La grotesca silueta del pasado. Amorfa, insolente, malvada.

Y lloré, joder.
Lloré como un jodido adolescente enamorado. Con la desesperación del que se sabe muerto en medio del campo de batalla. Desarmado. Herido.

Lloré como un puto loco. Sin romper nada. Sin destrozar nada. Sin destrozarme.

Lloré mi vida entera con Cleo. Mi puta. Lloré en Cleo. Por Cleo. Lloré por esa por la qué perdí la cabeza cuando ella ya la había perdido todo. Por la que perdí el rumbo. Que fue mi norte y el motivo de todas mis letras.

Que fue mujer imposible desde que la conocí y que por eso supe que sería mía para siempre.

A la que quise por encima de todas. Sobre todas. Entre todas.

Puta entre las putas.

Ella fue siempre mi vara de medir al resto.

Luego fueron los días de resaca. Los putos días de las llamadas de los colegas preguntando si estaba muerto. Y yo les decía que lo estaba. O que era algo muy parecido a morirse quedarse sin Cleo.

La llamada de Susana, pidiendo su orujo y su derecho a debate diario.
De Marta, que si la pensión, que si aquella lamparita del divorcio y su puta madre.
Y María con sus tetas gordas, y sus disposición a salir a pasearse de mi brazo, a follar si se tercia y a complicarse poco la vida.
Y la de los tacones en el taburete de la barra.
Y las putas del zulo.
Las de los látigos. Las de los besos. Las de los llantos.

Todos pensaron en llorarme porque ya estaba muerto.

Me afeité porque ir a la moda me parece una verdadera mierda. Afeité lentamente una barba que me envejecía años. Me miré en el espejo. Ni me reconocí ni me importó una mierda no hacerlo.

No tenía ropa. De hecho, mi casa podía haber sido precintada por insalubridad. Llamé a una colega que de vez en cuando ponía orden en mi caos doméstico para que las ratas no avanzaran más posiciones. Tiré la ropa que había por el suelo.

A la mierda también. No iba a poner una sola lavadora. No joder. No necesitaba nada.

Había adelgazado y parecía una suerte de mártir venido a menos.

Salí a la calle como un protagonista de Walking Dead. El sol. La luz. Los muertos eran ellos que no habían vivido. Que no sabían lo que era el extremo. Que no sabían lo que era morir. Ni resucitar. Ni sentir a quemarropa.

Llegué al bar. Al Gran Café de Mierda con su decoración de “el mundo es un lugar feliz donde nunca pasa nada”... Hay que joderse.

-Eddi Vansi - dijo Susana- ¿Te queda orujo? Estos camareros son gilipollas.

-Tengo, Susana.

-Te hemos echado de menos, cabronazo.

Le sonreí de medio lado. Me puse el mandilón negro. No saludé a los imbéciles que atendían el local, mi local, mi Gran Café de mierda.

Me metí en la barra. Cogí el móvil.

Solo había una notificación.

“Te Deseo”

La rueda había comenzado a girar.

Maldita sea, Cleo.

Publicado el miércoles, 6 de enero de 2016, a las 23 horas y 19 minutos

PUTAS. Las musas beben vino barato. Y follan como ninguna otra. Eso podría casi jurarlo. Lo sabía de otras. De todas esas que habían ido ocupando mi cama y mi cabeza noche tras noche y día tras día a lo largo de estos estos años.

Porque las musas son putas con alma de putas. No putas de boquilla. Son putas con mayúsculas. Y yo amo a las putas. Y a las musas.

A las putas se las reconoce por su olor inconfundible. A nada que un hombre afine su olfato lo suficiente, sabe reconocer a una entre mil.

Me gustan también las mujeres. Todas en general. Cualquier coño me parece una verdadera obra de arte que llevarme a la boca o el único agujero capaz de apagarme un par de infiernos. Y no desecho la oportunidad de un buen polvo. Ni le digo que no a un culo que se ofrece. Ni soy remilgado. Ni pretendo dármelas de hombre selectivo porque follar es un principio irrenunciable.

Y a follar se aprende follando. Y follando mucho. Y solo después de ese proceso, los sentidos se agudizan y puedes oler a esas mujeres que son la antesala de un paraíso. Esas son las buenas, joder. Esas son por las que matarías o morirías sin dudarlo.

Esas son las que te arruinan la vida.

El corredor de la muerte sin bragas y con un cruce de piernas que te condena desde el otro extremo de la barra. Y ser el reo que se las folla es una liberación de primer grado.

Ella era así. Ella tenía el sello inconfundible de su olor. Había olido su coño desde la puerta del Café de Mierda con su porte de mujer autosuficiente y completa. Supe en ese momento que no lo estaría hasta que no llorase delante de mis rodillas pidiéndome más.

Podía haberse sentado, coño, y haber disfrutado así del espectáculo de sus piernas encima del taburete. Pero se quedó de pié, en la barra, sacó de su bolso unos papeles, se atusó la melena, me miró sin interés y al acercarme me pidió un café solo.

Yo te pongo lo que quieras, morena.

Pero no le dije nada. Puse su café y me retiré a secar vasos compulsivamente mientras hacía crecer mi erección.

¿Cuánto tiempo tiene que desperdiciar un hombre hasta convencerse a sí mismo de que no puede perder esa oportunidad? Lo tenía bastante claro. He fracasado lo suficiente como para no tener ya ni toalla que tirar. Y eso, joder, eso te da una seguridad que ya quisieran para sí los que triunfan a diario.

Así que me acerqué.

- ¿No prefieres la prensa del día?

Me miró sin sonreír. Claro, la prensa del día, pensaría ella. Y tú, ¿no prefieres mi coño?

- La prensa del día, sí.

Y volvió a mirarme en una especie de amago de enviarme un poco más allá de a la mierda con un toque sofisticado.

- Tenía que intentarlo, morena. Vuelvo a mis vasos y tú te pierdes a un poeta fracasado entre tus piernas.

Y volví a mis vasos que secar y a mirarla de reojo.

Las putas son orgullosas. Altaneras. Las putas nunca pierden. Las putas prefieren morir matando. Las putas viven en la cuerda floja emocional de la que se tiran como expertas suicidas sabiendo a priori que caen de pie. Somos nosotros los que nos estrellamos y nos desmembramos. Con suerte, algunas vienen a recomponerte. La mayor parte de las veces, quedamos con los miembros cercenados y el orgullo hecho trizas.

- Fracasas porque eres un imbécil integral. Y por ese mandilón negro mal atado. Fracasas porque eres un cabrón. Un cabrón con suerte- me dijo arqueando la ceja izquierda.

A partir de ahí ya tenía el camino abierto hacia el almacén. Podía palpar mentalmente su coño debajo de su falda y saber antes de meter la mano que no llevaba bragas. Tenía en la yema de mis dedos su humedad. Su lengua jadeante y unas cuantas frases hechas que usaría sin temor para emputecerla, porque me sale de los cojones. Porque yo soy así.

Publicado el domingo, 6 de abril de 2014, a las 12 horas y 44 minutos

EL GRAN CAFÉ DE MIERDA. Cualquier opción hubiera sido mejor que esta: el fin del mundo, un cataclismo, la reencarnación de los muertos o perder tres manos seguidas al póker. Pero no, las opciones son unas hijas de puta, demasiado diría yo y nos dejan poco donde elegir. En este caso, era matar o morir. Y ya puestos que sea una muerte digna. Y lenta, qué remedio. Cada uno decide cómo ponerle fin aunque sea un fin impuesto.

El cómo terminé colgando el mandilón negro detrás de la puerta del zulo y abriendo un “Café del Mundo” de esos es otra historia.
El caso es que aquí me veo. Con un bar tan reluciente que da asco de tan perfecto y con un traje de camarero que parece de todo menos eso: perfecta mortaja en vida.

Dicen los entendidos en marketing que hay que venderse a uno mismo antes que al producto. Por lo tanto, me han vendido a mí al frente de un negocio que ahora se llama de hostelería. En el que huele siempre a limpio y a ambientador de fresa enlatado y donde la clientela es de todo menos algo interesante. Pero es lo que hay.
Y me tengo que afeitar todos los días, usar hilo dental y dejar de escupir por el colmillo izquierdo. Tampoco es tan malo si lo comparas con el Apocalipsis o un holocausto caníbal.

Paseando de negro riguroso con una sonrisa recién estrenada que no es la mía, hago frente a este Gran Café de Mierda que es como me gusta llamarle en la intimidad.

Susana ha puesto el grito en el cielo y su culo en su taburete que ha exigido llevar con ella como si fuese un hijo o un gato o yo qué coño sé que necesitase. No se va a morir nunca esta mujer, me digo casi a diario para mis adentros. Pero el caso es que el orujo y la vieja le devuelven al recién estrenado garito esa impronta de viejos tiempos y de fracaso que necesita cualquier local que se precie.

También tengo un horario fijo, una persiana eléctrica y unos cuadros con pasteles a lo largo de la nueva disposición. Hasta a mi cuartucho le han hecho unos arreglos pasándose a llamar ahora “almacén”. Follamos de pie desde la inauguración del Gran Café de Mierda. Y no se folla igual sin esa solera que albergaba antaño llena de horas muertas, de polvos apasionados y mentiras bien guardadas: la reforma se ha llevado todo eso dejando también al sexo limpio de perversión. Follo igual, qué cojones, pero no es mi jodido zulo y eso es suficiente para demandar a la franquicia por maltrato laboral.

De las ocho de la mañana a la dos de la tarde y de las cuatro al cierre. Por ahora solo. Porque me basto. Porque no quiero a nadie, y porque tendría que hacer un casting antes de seleccionar a cualquier universitario y tenerlo a diario rondando por aquí con todas sus hormonas flotando y contándome sus historias y devaneos que no me interesan.

Una camarera con las tetas gordas. Eso es lo que necesito, coño. Una que cuando limpie los vasos se incline levemente y me enseñe sus pezones y con la que poder rozarme en el cuartucho de lunes a domingo con un día de descanso entre medias. Y que quiera sexo del bueno conmigo, del único que sé dar, del de verdad.

Así sería feliz.

Bueno, y con mi bar de antes también. Pero era esto o nada.

Y la nada es demasiado hasta para un cabrón como yo.

Publicado el jueves, 3 de octubre de 2013, a las 23 horas y 24 minutos

DESPEDIDAS. Se despidió con sus andares de gata o pantera. De perra. Con esos que la hacían única. Y no dijo adiós a lo lejos con la mano: ni siquiera tiró su cigarrillo con desdén, ni lo aplastó con la punta de su zapato de charol de puta recién iniciada en el oficio.

Se fue sin mirar atrás. Sin pasado y sin futuro. Con un presente a modo de parada de autobús que la llevará de vuelta al suburbio, a algún lugar donde, hace mucho, sus gentes consideraron más práctico dejar de soñar y joder. Lejos del centro luminoso, del neón, del rugir de los motores y de mi polla.

Y me queda de su recuerdo su carmín barato en la camisa y en la bragueta. El olor a patchuli en mis manos y en mi lengua. Qué puta tan descarada, perfumarse el coño para mí: no he visto jamás acto de amor más puro que ese. Un hombre no debería necesitar mucho más para morir sonriendo.

Sin nombre, sin tarjeta, sin teléfono. De ella solo tengo ahora sus labios en mi copa de Tanqueray para una posible prueba de ADN como rastro. Un rastro rojizo y difuso, fugaz como lo que ha pasado en esta habitación. Sin ninguna vocación de perdurar, vaho que expulsamos en un día de lluvia.

La veo alejarse desde la ventana. Y suena en la habitación una melodía machacona y absurda. Un carrusel de sensaciones que tan pronto me lleva a la ira como a una paz que no creo merecer. Pero no me importa demasiado porque, hace poco más de unos minutos, gritábamos tanto y tan fuerte, que aún queda el eco esparcido por las paredes.

Echaré de menos ese culo que ha sido más mío que de nadie durante nuestra hora. Me ha parecido justo su recibimiento, no esperaba menos al entrar en él, ni él más. Así que, de alguna manera, no nos debemos nada. Carne cruda servida con profesionalidad para comensales no muy exigentes.

Sexo para dos a medida. Eso es lo que necesitaba esta noche. Sexo por sexo. Sexo con sexo. Una boca en la que poder entrar y salir hasta ahogarla. Luego vendrá esta especie de delirio depresivo que me sobreviene tras pagar por follar. Por la ausencia de tus piernas, jodida Cleo, por tu ausencia que a duras penas resisto. La condena de mi estupidez y mi obrar a destiempo.

Publicado el miércoles, 12 de junio de 2013, a las 0 horas y 07 minutos

VIAJES DE IDA Y CON VUELTA. La cama aún supuraba el olor de su sexo.
Se extraía de cada milímetro de ella gotas de sudor de una Cleo que supo hacerme girar de nuevo en una extraña contorsión emocional.

Inevitablemente jodido ahora por su pérdida una vez más y haciendo gala del perdedor que soy volví a su cuerpo, cayendo de nuevo a tumba abierta en una piscina vacía y estampándome contra el fondo que sería de nuevo su ausencia.

Bajamos al cuartucho del bar a trompicones. Rozándonos con las paredes, raspándonos en ellas, sangrando antes de sucumbir. Destrozando la espera que nos había mantenido vivos. Respirándonos como única posibilidad de cerciorarnos de que era verdad. Que íbamos a follar de nuevo, que estábamos allí y que eso era más cierto que cualquier otra cosa en este asqueroso mundo.

Llegó al bar con su melena pelirroja para hacer que rompiera dos vasos al verla, que dejara el café quemarse y derramarse. Para hacer voltear como un resorte a Susana la Bohemia de su tranquila esquina. Para que el puto repartidor de Tanqueray entrara justo en ese momento mirándola como si hubiera abierto por un momento la puerta del cielo.

Y allí estaba ella. Con su bolso. Sus tacones. Sus promesas de nunca jamás y su carmín rojo que pronto sería el color de mi polla.

-Eddi Vansi, no torpees de esa manera. No eres ningún principiante.

Y la muy zorra sacó un cigarrillo y se lo encendió. Así, sin más, saltándose todas las normas que dicen que no, en algún sitio, a alguna que otra cosa.

-Dame un cenicero, ¿o quieres que eche la ceniza al bolso?

Su sonrisa siempre me ha parecido el oásis que me salvaría en esta vida y que sería el bonus extra para la próxima.

-Claro Cleo- alcancé a balbucear como un primerizo en estos menesteres- ¿qué te trae por aquí?

Me miró despacio, perdiéndose en mis ojos cansados de verlo todo, incluso a ella.

-Aquí me traes tú. A cualquier otro sitio, cualquier otro hombre.

Nunca sé qué decir ante las verdades absolutas que salen de esa boca que es el mejor pecado que encuentro en el que poder estrellarme.

-Termina y cierra cariño.

Y como un jodido autómata, eché a los clientes del bar que solo eran dos y que llevaban allí todo el día. Susana me miró condescendiente sabiendo que iba a caerme de nuevo para no levantar en un tiempo. El otro cliente, se llevó de recuerdo las piernas de Cleo para su paja nocturna oculto bajo la sábana que también tapaba a su mujer.

Cerré la persiana decidido. Nos quedamos dentro. La miré con la misma intensidad que miro siempre a ese diablo encarnado en profecía de todavía.

Mi paso se hizo firme. Llegué a su taburete y abrí sus piernas con mis dos manos. Apretándolas, con fuerza.

Joder Cleo, joder. Me vuelves loco.

Publicado el lunes, 4 de marzo de 2013, a las 1 horas y 23 minutos

MODO REINICIO. Volvemos. No desespero. Constante solo en mi inconstancia.

Publicado el lunes, 21 de enero de 2013, a las 12 horas y 21 minutos

DE HOTELES Y COSAS MUERTAS. Bajé corriendo las escaleras un piso tras otro. Saltando escalones a grandes zancadas con tal de llegar lo antes posible al exterior.
Esquivé a las putas y los clientes que intentaban negociar un buen precio por horas con un recepcionista de vuelta casi de todo dispuesto a regatear y alcancé la acera casi jadeante.

Por fin en la calle.
Ya allí respiré profundamente mirando a ambos lados una avenida que cegaba con sus neones y sabor inconfundible a noche. Ahí supe que me había hecho viejo de golpe.

Pero solo necesitaba eso. Respirar. Percibir como el aire contaminado que los coches dejaban a su paso a velocidad de vértigo, entraba por mi nariz para llenar unos pulmones negros y ajados.

Sólo necesitaba eso... ¿les parece poco acaso, joder? Es constante en un fracasado que sus pretensiones nunca lleguen a mucho más.

Recuperé el pulso y algo de cordura y solo entonces decidí que debía desandar mis pasos.
Me crucé con los mismos clientes enfadados y sus putas que miraban sus relojes y hablaban entre ellas en una rutina afable y entretenida. Estuve tentado de invitar a alguna a subir, porque total, yo tenía toda la noche y no me acompañaría nadie.

Subí a la Habitación 301... Podía haber sido la 300 o la 302. Pero no era así: Era la jodida 301 en la que había pasado las últimas noches de los últimos meses encerrado con Cleo agotando con ella todos los momentos, todos los alientos, todas las posibilidades.

La habitación era sórdida. Un desvencijado cubículo en el que había ido desgastando mi moral y mi salud entre las carnes de Cleo.
En ella, había despojado al amor de ternura, al sexo de amor y a nosotros de nosotros mismos.

Cuando cruzábamos ese umbral, los dos sabíamos que ya nunca seríamos los mismos que saldrían a la mañana siguiente... Y solo por eso valía la pena, porque en esa habituación estábamos exentos de pecados y culpas, de presente, de pasado y de futuro. Estando allí los dos, el resto del mundo podía explotar que nos seguiría importando una mierda.

En la 301 había atado y desatado a Cleo.
La había amado más que a nada en el mundo.
Allí, yo había sido el hombre entre los hombres, dios de los infiernos, arcángel caído. Un Dominante con pose enjuta y seria. Su castigador y su guardián a partes iguales.
Había sido todo junto a mi diosa de carne y de huesos, y de un pelo rojo diabólico que me encadenaba junto a ella por los siglos de los siglos.
Allí, la había azotado y humillado. Allí habíamos sido animales en lucha encarnizada.
En esa estancia fue donde Cleo me regaló una entrega con fecha de caducidad al amanecer. Donde yo me había esparcido, y vaciado y derramado sin rendir cuentas, sin pedirlas, sin exigir más cambio que la sonrisa de ella.

Dejé mi chaqueta en el respaldo de la única silla que descansaba junto a un minúsculo escritorio y una televisión demasiado antigua para ser considerada incluso reliquia.
Me asomé por la ventana. Siempre pensé que unas vistas como aquellas no se merecían una habitación tan triste como esta. Pero no sé, a veces el universo te hace regalos inesperados como recompensa a tanta lujuria, tanta desesperanza y tantas noches en vela.

Alcancé el tabaco.
Saqué un cigarrillo.
El cielo seguía siendo negro y aún no se había desplomado. Eso me reconfortaba: algo debía estar en su sitio dentro de tanta locura y, que el cielo siguiera siendo endemoniadamente negro y siguiera allí, era prueba de ello.

Al encender el cigarrillo me recorrió un escalofrío y tomé consciencia de que esa noche iba a estar completamente solo. Solo en mi soledad sórdida. Dentro de una soledad de esas que no caben en el alma y que uno se busca porque quiere. Solo en mi autosuficiencia canalla y ególatra.
Solo y sin Cleo. Y sin putas. Solo.

Sentí en mi estómago la pesadez de todos mis miembros. Una especie de nudo similar al que aparece en los duelos y una punzada amenazante amago de infarto que recorrió toda mi espalda sin piedad.

Después llegó la nada. Un vacío inexplicable que hasta a los cabrones como yo nos deja sin aliento.

Cerré las ventanas y corrí las cortinas. Ya no había nada más que ver. Aparté la chaqueta de la silla como si así ganase un poco de espacio dentro de esa oscuridad íntima en la que me encontraba. Opté por estrellar la chaqueta en la cama, esa que podría contar todos los detalles de nuestros encuentros.

Pensé en conectar la radio para encontrar con ella una compañía anónima que hiciera de esa noche un lugar más agradable. Pero no joder. No lo merecía. No merecía más que lo que tenía: ese regusto en la boca a Tanqueray, a humo, a cosas muertas.

Esa noche yo no me había ganado ningún pedazo de cielo y tampoco creo que en el infierno me hubiesen dejado entrar por gilipollas. Tampoco la radio me daría consuelo... Ni la radio, ni los gatos que maullaban como para darle más empaque a la escena, ni las putas a las que pudiera pagar en ese momento para hacerme olvidar mis fracasos en sus coños... No hay redención para quién ya está condenado.

Porque esa noche, una vez despojado de toda clase de humanidad que pudiera haber ido cosechando con los años, me sabía merecedor de la completa ausencia. Por fin, joder.

Reposé la espalda en la silla incómoda que siempre intentó dar un calor de hogar impostado a la estancia. Remangué la camisa hasta los codos, aflojé el nudo de una corbata que ya no sabía ni que llevaba y dejé caer la cabeza entre mis manos.

“¿Qué frase lapidaria me diría Susana si la tuviera aquí ahora?” me dije... Y dibujar a Susana y su orujo en la barra de mi bar me hizo esbozar una sonrisa... “Quiero a esa vieja roja...” y me consoló ese hilo de calor que surgió de dentro...

Nunca me había fijado en la trama de las baldosas de nuestra habitación 301. La postura en la que me hallaba me invitó a ello... Al observarlas creí descubrir una absurda metáfora de mi propia vida: blancos y negros, grises intrincados, enfrentados en angulosas y puntiagudas formas geométricas... Un laberinto infinito sin principio y sin fin.

No sabría decir cuanto tiempo invertí en la investigación de las juntas, en sus formas, en lo descascarillado del paso del tiempo pero, algo fue seguro: solo con Cleo había sido capaz de atender de manera tan precisa, y poniendo todos los sentidos en los pequeños detalles... Y cada detalle era una parte de su infernal cuerpo.

Estoy loco por ella.

Entonces me empezó a faltar en aire de nuevo y me sentí jodido. Para paliar esa asquerosa sensación que subía reptante desde mi diafragma hasta la boca, busqué afanado otro pitillo en la chaqueta, el mechero en el pantalón y joder, todo ello me supuso un esfuerzo sobrehumano...

“Bang... Estás muerto...”

Es una putada cuando los fantasmas se empeñan en no abandonarnos del todo, en martillearnos con sus apariciones en las esquinas.

Aspiré una calada larga y profunda de mi lucky, porque soy así de chulo ¿y qué? Me despojé de mis tirantes dejándolos caer sobre mis caderas.
Hacía años que no usaba tirantes, que no me ponía ese adorno por puro snobismo, pero la ocasión lo requería así que tiré de ropero y rescaté estos negros muy propios para la ocasión.
Al verlos colgando, la corbata desanudada, descamisado, me sentí más fracasado que nunca: ya no importaba lo impecable que fuera mi vestimenta, a esas alturas de la noche, nada importaba ya...

Llamaron insistentemente a la habitación. Golpearon con los nudillos tan fuerte, con tanta desesperación que estuve tentado de abrir. Luego lo pensé mejor y decidí que fuera quien fuera, que se jodiese tanto como lo estaba yo. Y los golpes fueron disminuyendo en intensidad hasta hacerse imperceptibles...

No importa - me dije como para reafirmarme- no espero ni me esperan... Tanto si abro como si no, no será solución para nadie...

Publicado el jueves, 11 de octubre de 2012, a las 12 horas y 35 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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