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NOS OBSERVAN. La guerra de los mundos es un claro ejemplo de un modelo de producción que contribuyeron a afianzar George Lucas y el propio Spielberg a finales de los años setenta. A partir del triunfo de las películas de estos autores y de otros compañeros de promoción (los llamados Movie brats, o mocosos del cine), los grandes estudios se dieron cuenta de que el espectador tradicional había modificado su horizonte de expectativas. Ahora el público no se interesaba por historias «adultas», fábulas con moraleja o epopeyas bíblicas. En cambio, prefería entretenerse con narraciones fantásticas e intrascendentes que pocos años antes se habrían enmarcado dentro de la «serie B». La paradoja resultante de este proceso es que empezaron a realizarse filmes con argumentos propios de «serie B», pero con un presupuesto que superaba con creces el de las superproducciones rodadas hasta la fecha.

Viene este excurso a propósito de que La guerra de los mundos exhibe un universo narrativo y una factura visual que encajan a la perfección en los compartimentos estancos del anticuado cine de «serie B». Si bien la película toma como premisa la novela homónima de H. G. Wells, el modelo literario (tal vez demasiado «positivista» para Spielberg) se revela más una tenue fuente de inspiración que la columna vertebral del filme. De hecho, Spielberg únicamente toma prestados el prólogo y el epílogo de la obra literaria, leídos por una sacerdotal voz en off que remite a la conocida broma radiofónica de Orson Welles sobre el mismo motivo. Sin embargo, aunque La guerra de los mundos no sea fiel a la letra del original, sí conserva su espíritu; de ahí que, por ejemplo, la iconografía de las naves extraterrestres resulte deliberadamente pasada de moda.

El filme de Spielberg ocupa un lugar a medio camino entre la ciencia-ficción clásica, de indiscutible sabor añejo, y el actual filón del cine de catástrofes. Este hibridismo genérico evita al mismo tiempo las soflamas patrióticas de Independence Day y cierto misticismo posmoderno que parodiaba la desternillante Mars Attacks!, de Tim Burton. Si hubiera que buscar una genealogía para la película de Spielberg, deberíamos citar como su antecedente más inmediato Señales, el infravalorado filme de M. Night Shyamalan, con el que comparte una imaginería similar. Sin embargo, mientras que Señales era una pequeña pieza de cámara con el trasfondo de una invasión extraterrestre, La guerra de los mundos despliega una amplia panoplia de efectos especiales.

No obstante, a pesar de sus flaquezas en la definición de los personajes, que rara vez escapan al mero estereotipo, La guerra de los mundos es una estupenda película «de género», que no invierte sus numerosos recursos ni en asustar ni en aleccionar al espectador. Al contrario, las principales virtudes de la película provienen de una atmósfera muy conseguida, malsana y claustrofóbica, que tiñe de negrura el celuloide. Se trata, pues, de una obra mucho más oscura y siniestra que el grueso de la filmografía de Spielberg, a veces demasiado proclive a un tono almibarado. A ello contribuyen secuencias de un extraño onirismo (la diáspora de los habitantes en carreteras secundarias; los macabros paisajes del desenlace) y algunos apuntes vagamente poéticos (la lluvia de prendas de vestir en medio del bosque), que recuerdan a La noche del cazador, de Charles Laughton.

Tampoco puede extraerse de La guerra de los mundos una lectura ideológica explícita, aunque las referencias a los atentados terroristas en la película y la propia realidad cotidiana parezcan autorizar una interpretación de este cariz. Más allá de discutibles argumentos sociológicos, que conducirían al callejón sin salida del relativismo, La guerra de los mundos demuestra por enésima vez uno de los axiomas del séptimo arte: el cine no es oficio de sesudos intelectuales, sino de peculiares magos que saben sacar de su chistera los sueños y pesadillas de la gente común. Y Spielberg es uno de los mejores taumaturgos que tenemos.


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Publicado el viernes, 8 de julio de 2005, a las 14 horas y 26 minutos

LAS ALAS DEL MURCIÉLAGO. Batman begins, el nuevo filme protagonizado por el hombre-murciélago más famoso del celuloide, se suma a la dudosa moda de la «precuela» para indagar en la genealogía mítica de Bruce Wayne. Este cronista tenía curiosidad por comprobar cómo abordaría Christopher Nolan, el director de la excelente Memento, el reto de narrar las aventuras de tan singular personaje. Lejos de las góticas entregas rodadas por Tim Burton y de las burocráticas películas de Joel Schumacher, el desafío de Batman begins se salda con un resultado ambiguo, ya que, aunque la cinta contiene buenas secuencias, deja un cierto sabor a decepción.

Lo mejor de Batman begins es el carácter «adulto» que Nolan ha querido imprimir al personaje y, por extensión, a su propuesta. Con esta finalidad, el filme se inscribe en una cierta vertiente psicoanalítica del cine de superhéroes, en la línea de Hulk, de Ang Lee, pero sin pagar el precio de tener que mostrar a un protagonista de color verde y con graves problemas de sobrepeso. Aunque los inicios de este Batman corren el riesgo de desconcertar al espectador más predispuesto, con su heterodoxa mezcla de pensamiento zen, artes marciales y paisajismo ornamental, pronto Nolan descubre su baza cinematográfica: el relato de los orígenes del héroe permite humanizar al protagonista, al convertirlo en un tipo «normal», cercado por los mismos temores que cualquier habitante de la corrupta Gotham City (véanse las reiteradas escenas que insisten en la idea de la fobia de Wayne hacia… los murciélagos). Sin embargo, cuando la película se adapta a los patrones de la narración de superhéroes convencional, Batman begins pierde parte de su encanto. A pesar de que Nolan es un magnífico creador de atmósferas, no parece encontrar un tono uniforme para la película, que se acomoda mejor al género policíaco o al de espionaje que al de superhéroes (no en vano, los inventos de Morgan Freeman no desmerecen de los ingenios de los que se servía James Bond). Aquí se echa en falta una mayor proximidad con el lenguaje del cómic, del que sí supo valerse Burton mediante una puesta en escena barroca, grand-guignolesca y, finalmente, paródica. En este sentido, Batman begins es demasiado «contenida» por lo que respecta a su imaginería visual. Paradójicamente, la película esboza sus apuntes más sugerentes cuando se ciñe al plano más o menos realista (la descripción de la gruta donde vive Wayne) que cuando se deja llevar por el impulso fantástico (las alucinaciones colectivas ocasionadas por el malvado de turno).

Por último, Batman begins se beneficia de un elenco actoral más que notable, de tal modo que Christian Bale se ve escoltado (y a veces eclipsado) por intérpretes de la talla de Liam Neeson, Morgan Freeman, Gary Oldman o un Michael Caine que aporta soterrada ironía y flema británica a la función. Este personaje, un calco burlesco del Anthony Hopkins de Lo que queda del día, da la medida de la heterogeneidad de la película, debida antes a la ausencia de un timbre bien definido que a la determinación programática de rodar un film-fusion. En definitiva, pese a los esfuerzos de Nolan, el Spiderman de Sam Raimi sigue solo en el alero del Empire State Building, metáfora del imposible Olimpo de los superhéroes.


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Publicado el martes, 5 de julio de 2005, a las 19 horas y 42 minutos

COMO LA VIDA MISMA. Familia rodante, el último filme del argentino Pablo Trapero, plantea una de las cuestiones más debatidas en la crítica cinematográfica de los últimos años. A lo largo del metraje, la película de Trapero parece formular la siguiente pregunta: ¿es posible filmar el tedio cotidiano sin transmitir al espectador esa misma sensación de hastío? La respuesta, a la vista del resultado obtenido, no puede expresarse de manera tajante.

Familia rodante es un filme construido sobre una anécdota tan tenue que corre el riesgo de no existir siquiera: el periplo de una familia numerosa en una autocaravana para asistir a una boda donde la abuela actúa de madrina. Así, el viaje es la excusa para elaborar una muy peculiar road movie que pretende al mismo tiempo ofrecer un retrato moral de sus personajes y un diagnóstico social sobre la Argentina del presente. Lo mejor del Familia rodante está relacionado con el primer propósito, pues Trapero logra capturar la imagen de un microcosmos familiar reconocible, lo cual no es mérito pequeño en tiempos tan proclives a los trazos esquemáticos y a las caricaturas. El director proyecta un fresco humano con una mirada que sacrifica la superioridad humorística en aras de la comprensión hacia sus criaturas ficcionales. De hecho, incluso los personajes menos simpáticos aparecen contemplados desde una perspectiva ajena a la pincelada burlesca. Por lo que respecta a su intención social, Familia rodante se muestra bastante menos inspirada, pues confía en que sus paisajes desolados y sus pequeñas peripecias argumentales sean capaces de mantener la atención del espectador y de reflejar un universo rural casi extinto. No obstante, la poca variedad en las anécdotas —motores averiados, accidentes caseros, escaramuzas sentimentales— provoca cierta sensación de monotonía. Se diría que entonces el celuloide, igual que los desnortados personajes que pululan por la pantalla, vaga a la deriva sin saber a qué destino dirigirse.

En resumen, pese a la escasez de sustancia narrativa, Famia rodante permite albergar buenas expectativas sobre la trayectoria posterior del director, necesitada de un aliento más universal para demostrar lo que la película tan sólo sugiere: que todas las vidas son sólo cualquier vida vista con cristal de aumento.



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Publicado el miércoles, 29 de junio de 2005, a las 18 horas y 05 minutos

COMO FIERAS SIN CENCERRO. Es posible que Madagascar, la nueva apuesta de la factoría Dreamworks, decepcione un tanto a quienes hayan seguido con interés las evoluciones del cine de animación en los últimos años. Dos motivos ocasionarían esta relativa desilusión: por una parte, se trata de un filme orientado principalmente hacia un público infantil, frente a las propuestas cada vez más metaficcionales y «adultas» de la Pixar; por otra, su convencional discurso sobre la amistad se encuentra en los antípodas del tono «políticamente incorrecto», y hasta cierto punto subversivo, de otras producciones similares (este cronista piensa en las dos entregas de Shrek, sobre todo en la original).

No obstante, una vez asumidas las premisas anteriores, cabe añadir que Madagascar ofrece numerosos alicientes que justifican su visión. No sólo el peculiar bestiario que desfila por el celuloide tiene encanto más que suficiente para captar la atención de cualquier espectador —el león cosmopolita Álex, la hipocondríaca jirafa Melmer, la cebra Marty, los festivos lemures o los psicóticos pingüinos, sin duda lo mejor de la función—; además, sus peripecias están contadas con gracia y pulso narrativo, condiciones indispensables para que una película de semejantes características llegue a buen puerto. Con esta finalidad, Madagascar se sirve de ciertos recursos que aumentan su capacidad humorística, como los abundantes gags visuales —véase el «travelling» que ilustra con ironía la crueldad de la «selección natural»— o musicales —la fiesta rave organizada por los lemures, con coreografía incluida—. Junto con estos mecanismos, cabe anotar también los guiños cinéfilos, que consiguen que el espectador más renuente esboce una sonrisa. Así, al lado de algunas referencias más o menos veladas —a los filmes de aventuras tropicales, a los de espionaje o a los de la saga de Tarzán—, destacan los homenajes explícitos a El rey León, Carros de fuego, Náufrago o… American Beauty.

En suma, Madagascar no sólo hará pasar un buen rato a los más pequeños de la casa, sino a cualquier espectador que desee asomarse sin anteojeras al cine de animación actual. A pesar de su deliberada intrascendencia, la película logra con creces su objetivo: mostrar que los aspectos más irónicos de la existencia humana pueden desplazarse también a las circunstancias de un peculiar bestiario que ha sustituido las comodidades de su zoológico por la insospechada aventura en la jungla tropical. Como fieras sin cencerro.



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Publicado el jueves, 23 de junio de 2005, a las 13 horas y 53 minutos

EL AS BAJO LA MANGA. Primer, la opera prima del físico y matemático estadounidense Shane Carruth, basa las claves de su éxito en cuatro apriorismos que los espectadores europeos suelen asumir con bastante complacencia. Sin embargo, veamos en qué medida Primer satisface las expectativas que puede albergar cualquier espectador. En primer lugar, la película se presenta en las salas bendecida con la aureola del «cine independiente» americano. No obstante, esta etiqueta define una realidad que, si acaso existió alguna vez —ligada a la figura de John Cassavetes y a las de otros cineastas neoyorquinos—, está ya muerta y enterrada. Primer farol: Primer no es «cine independiente», sino cine barato, hecho con cuatro duros (siete mil dólares, para ser exactos) y con una amplia participación casera en la producción (véanse los miembros de la familia Carruth que desfilan por los títulos de crédito).

Pero eso es lo de menos. La película de Carruth pretende ofrecer una original muestra de cine fantástico que habría de redimir con el talento su falta de medios. Para ello, el director elabora un curioso argumento que gira en torno a un peculiar invento que hace las veces de máquina del tiempo. Segundo farol: la supuesta originalidad del planteamiento está requetevista, sobre todo si las potencialidades de la máquina temporal calcan los efectos de Atrapado en el tiempo, la estupenda fábula de Harold Ramis.

Sin embargo, aún no debemos desesperar. Primer plantea un sutil juego de ingenio cuyas claves se le revelarán inesperadamente al espectador en los últimos minutos de metraje. Tercer farol: Primer no es una película compleja, sino complicada. El demiurgo Carruth se entretiene en reproducir durante una hora diálogos del tipo “falta iridio, pon mercurio, prueba con 45 vatios”, y sintetiza el enigma del filme en sus últimos cinco minutos. Parece evidente que, o bien hay un error de dosificación, o bien Carruth fía el sentido de su película a la interpretación voluntarista de los espectadores, lo que le exime de mayores quebraderos de cabeza. Si Primer no se entiende, dice Carruth, es porque debe verse cuatro o cinco veces para unir los cabos sueltos de su intrincada trama. Menudo arreglo.

Aún le queda al alicaído espectador complacerse en la atmósfera malsana y en la textura visual de Primer, que habrían de sumergirlo en un ambiente onírico próximo al universo de David Lynch o a la pureza plástica de Kubrick. Cuarto farol: a pesar de sus ángulos imposibles, el claustrofóbico filme de Carruth no tiene ninguna calidad plástica digna de reseñar. Al contrario, sus virtuosismos técnicos acaban por agotar al espectador y por generar una sensación de monotonía de la que resulta difícil sustraerse.

En suma, le auguramos a Carruth un prometedor futuro en el campo de la física cuántica. Si, pese a todo, decide persistir en el séptimo arte, se le deberían aplicar con rigor las leyes que atávicamente han castigado a los tahúres: empaparlo de brea, cubrirlo con plumas y exponerlo en la plaza pública para escarmiento de futuros biólogos moleculares, especialistas en el genoma humano o ingenieros agrónomos que pretendan dar gato por liebre al pobre individuo que ha pagado una entrada con la única finalidad de disfrutar de una película de ficción durante hora y media. Tiene delito.


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Publicado el viernes, 17 de junio de 2005, a las 18 horas y 54 minutos

EL PESO DE LA TRADICIÓN. El estreno de Molaadé, la última película del director senegalés Ousmane Sembene, es uno de esos raros privilegios que se le conceden de vez en cuando al espectador atento. De hecho, los pocos francotiradores que aún se atreven a dirigir cine en el continente africano habitualmente pagan su osadía con el mutismo o, como mucho, con el pase de sus películas en certámenes especializados. Por eso, la llegada de Molaadé a nuestras carteleras supone un acontecimiento digno de celebrar. Dos razones explican el estreno de esta producción: su éxito en varios festivales internacionales —como refrenda el premio de la crítica a la mejor película en la sección “Una cierta mirada” de Cannes 2004— y la actualidad del tema que aborda: el de la ablación.

Sin embargo, que nadie espere de Molaadé una arenga teórica según las maneras del cine socialrealista al uso. Aunque, en efecto, hay en la cinta una parte de denuncia, su contenido se subordina a la presentación de una realidad más amplia. Antes que de cine ideológico, cabría hablar aquí de un cine antropológico, coincidente en algunos aspectos con la perspectiva documental de Robert Flaherty o del recientemente desparecido Jean Rouch. A lo largo de su metraje, Molaadé ofrece una mirada costumbrista que se materializa en un variopinto retablo humano: las niñas que han huido del ritual de «purificación», el emigrante parisino que regresa a su tierra en olor de multitudes, la figura de un «Mercenario» que acaba convirtiéndose en imagen de la tolerancia, o las tres esposas protagonistas, que iniciarán una insurrección popular contra el atavismo de una sociedad que basa sus normas en el carácter legitimador de la tradición. Todos estos retazos de existencia se muestran con una mirada compasiva, que elude la tentación del maniqueísmo y que filtra su perspectiva con inesperadas ráfagas de humor —de hecho, sus apuntes irónicos remiten a la autobiografía novelada de Nigel Barley, El antropólogo inocente—.

Por otra parte, Sembene enriquece el soporte formal de la película mediante su aproximación a otras modalidades discursivas, como la farsa (las reuniones femeninas, donde se escuchan ecos de Aristófanes) o la tragedia (las ritualizadas discusiones de los ancianos, que funcionan a la manera de un paródico coro teatral). Al mismo tiempo, estos recursos se complementan con un cuidado cromatismo (el contraste entre el uniforme rojo de las purificadoras y los colores diversos de los demás ropajes) y con un simbolismo acaso primario, pero no por ello menos efectivo (la secuencia final, donde el huevo que coronaba la mezquita se sustituye por las antenas de televisión). Es posible que el discurso progresista de Molaadé pueda parecer demasiado voluntarista a los recalcitrantes espectadores occidentales. No obstante, el mensaje de Sembene adquiere pleno sentido gracias al desenlace de la película: frente al lenguaje de la represión y la muerte, el realizador opone el lenguaje de la rebeldía y la vida. África nunca estuvo tan cerca como en esta película.


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Publicado el lunes, 13 de junio de 2005, a las 17 horas y 27 minutos

EL CINE QUE VIENE. La inminente llegada del verano despierta de su letargo a los distribuidores cinematográficos, que suelen administrar con cuentagotas algunas propuestas comerciales que han tenido ya la ocasión de foguearse en el competitivo mercado estadounidense. A vuelapluma, este cronista pretende trazar aquí la semblanza de cuatro blockbusters que, a buen seguro, protagonizarán la cartelera de los próximos meses:

Madagascar, de Eric Darnell y Tom McGrath. Se trata de la principal apuesta de la spielbergiana factoría Dreamworks en lo relativo al cine de animación de 2005. Esta parábola sobre la amistad protagonizada por animales parlantes deberá adscribirse a alguno de los principales cauces del reciente cine de animación. ¿Se aproximará Madagascar a la ironía para todos los públicos (La edad de hielo), a la fábula adulta a lo Woody Allen (Hormigaz), a la causticidad heterodoxa (el primer Shrek) o al filón desmitificador de la Pixar (Los increíbles)?. La respuesta, el viernes que viene.

Batman Begins, de Christopher Nolan. Los amantes del superhéroe más oscuro del celuloide están de enhorabuena. Christopher «Memento» Nolan toma el relevo del rutinario Joel Schumacher para contar la genealogía del «hombre-murciélago» que cierne su sombra sobre Gotham City. Es posible que el filme de Nolan no llegue al grado de negrura de las películas iniciales de la saga, firmadas por el taumaturgo Tim Burton, pero al menos aportará buenas dosis de oficio. Christian Bale se embute en el traje negro después del imposible Michael Keaton y del poco probable Val Kilmer. La gran incógnita, sin embargo, aún está por despejar: ¿ofrecerá Nolan el rompecabezas de un Batman deconstruido o se ceñirá esta vez a las convenciones de la sintaxis cinematográfica?

Sin City, de Robert Rodríguez. A pesar del vapuleo que le dispensó la crítica norteamericana con motivo de su estreno, Sin City se paseó con dignidad por la sección oficial del último festival de Cannes, donde su mezcla entre el lenguaje del cómic y las altas dosis de ultraviolencia despertó reacciones encontradas. Con todo, la película cuenta con el aval del dibujante Frank Miller (co-director del filme, pese a los problemas legales que ello ocasionó) y con la presencia de Quentin Tarantino como «director invitado». Sin duda, Sin City contiene todos los ingredientes para convertirse en un cóctel explosivo de imaginación visual y pirotecnia posmoderna.

La guerra de los mundos, de Steven Spielberg. Tras sus últimos logros en la ciencia-ficción (AI y Minority Report), Spielberg ha decidido emprender la adaptación del clásico de H. G. Wells. Sin embargo, al actualizar el modelo ficcional de la invasión alienígena, Spielberg corre el riesgo de remedar el infumable patrioterismo de Independence Day o de remitir a su reverso irónico, la hilarante Mars Attacks!. Veremos cómo sale del brete «el rey Midas» de Hollywood, aunque, de confirmarse los malos augurios que parecen deducirse de su tráiler, nos encontraríamos ante el primer fracaso del realizador desde los lejanos tiempos de Always.



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Publicado el viernes, 10 de junio de 2005, a las 21 horas y 03 minutos

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Ilustración de Toño Benavides
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