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DE UN CUADERNO APÓCRIFO (2). De nuevo le paso el micrófono a mi informante anónimo, o, mejor dicho, a sus notas volanderas abandonadas en la oscuridad de la penúltima sesión:
EL TIEMPO AMARILLO
HHH equivale a tres iniciales, tres movimientos y tres tiempos. Para el espectador occidental, Hou Hsiao-Hsien es uno de esos ilustres desconocidos que se asoman rara vez a la ventana de la distribución y son saludados con unas pocas salvas de bienvenida seguidas de un silencio sepulcral. Tres tiempos —me niego a reproducir el título largo y cursi, muy Douglas Sirk, que le han puesto aquí como sambenito— no se merece respuesta tan timorata. Es una película que entusiasma o fastidia, que fascina o mata de aburrimiento. Yo me acerqué al entusiasmo en la primera historia —juke box sentimental donde se escuchaban los ecos de otras inciales, WKW—, a la fascinación en la segunda —impecable recreación histórica de amores en sordina—, y al fastidio en la tercera —donde HHH vuelve al lugar del crimen de Millenium Mambo, su interminable versión del apocalipsis finisecular a ritmo de música techno—. Mi consejo a un buen amigo: disfruta con los dos relatos iniciales y dedícate a pensar sobre ellos mientras dura el tercero. Mi consejo a un buen enemigo: olvida las dos primeras partes y paladea el cromatismo urbano del tercer episodio.
NO ME LLAMES DOLORES, LLÁMAME LOLA
Lo que sé de Lola fue un auténtico filme shock en el último festival de San Sebastián. No me extraña. A mí casi me da un jamacuco. ¿Un drama sentimental protagonizado por Norman Bates, rodado en francés y filmado con el pulso narrativo de un Agelopoulos en coma profundo? No, ni siquiera se aproxima la descripción al batiburrillo de imágenes esquizoides, diálogos huecos y retórica con olor a naftalina que desprende semejante celuloide. Sólo se salva la esforzada interpretación de Lola Dueñas. Y una intuición a lo largo de los rollos que en el desenlace se vuelve certeza: los discípulos de Almodóvar acabarán por lapidar al padre. Y, si no, al tiempo.
LAS PUERTAS DEL CIELO
Wim Wenders es un pintor de iconos. Uno muy bueno, por cierto. A estas alturas a poco se les escapa que el cine de Wenders es una caravana abandonada en el desierto, un ángel con alas de celofán que mira desde lo alto de Berlín o el rostro de Denis Hopper en el último vagón de un tren. Después de fracasar en su intento de contar historias, Don’t come knocking, rebautizada aquí con préstamo de Dylan, regresa al territorio que mejor conoce Wenders: el otro Hopper, el pintor. Moteles nocturnos, muros carcomidos y canciones a destiempo para un filme que recupera las dotes de olfateo cinematográfico del alemán. Aunque la década del dos mil no son los ochenta, y Wenders tiene que justificar su apuesta con un argumento no demasiado sólido —muy parecido al de Flores rotas— y con algunos apuntes dramáticos más bien crípticos. Pero ni aun así consigue cargarse la película. El rostro surcado de arrugas de Sam Shepard pone el resto.
Publicado el domingo, 15 de octubre de 2006, a las 13 horas y 53 minutos
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