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BATACAZO POSTELECTORAL. Me aburre la política. Ya sé que es previsible que yo lo diga, pero es que es jodidamente cierto. Me hastía. Paso de ella. Me informo, joder, porque vivo en este mundo y tengo la costumbre de leer el periódico; pero no me preocupo en exceso, ni me cabreo, ni tomo partido por unos o por otros. Yo a lo mío y ellos a lo suyo, porque al fin y al cabo ninguno va a pagarme la luz ni las putas, ni va a llenarme la panza o este vaso de ginebra.
Es por eso que me dan igual y que les follen.
Y, sin embargo...
A Susana la Bohemia le encanta la política y, lo que es peor, mi bar. Bueno, más que mi bar, yo; y más que la política, cagarse en todo lo que se mueve fuera de esa izquierda sacrosanta que ella defiende con más o menos tino -dependiendo de la hora y los orujos-, y, en todo caso, con fervor, con aspavientos, con gritos tan sinceros como inoportunos que dan al bar, aunque me pese, un aire de Parlamento ruso a punto de liarse a hostias.
Y luego pasa lo que pasa.
Como el otro día, el lunes después de las elecciones, Madrid toda de derechas y Susana la Bohemia desde las diez de la mañana –y ya eran las doce- sentada en su banqueta echándose orujos a la espalda como un estibador de muelles, leyendo periódico tras periódico, con una depresión de caballo y deshecha y dolida y humillada como si hubieran entrado victoriosas, de nuevo, las tropas de Franco aquella mañana allí por la Moncloa.
- ¿Qué nos ha pasado, Eddi Vansi? –me gritaba, porque yo estaba lo más lejos posible, al otro extremo de la barra, haciendo un montado de lomo a una estudiante llena de espinillas.
- ¿Qué nos ha pasado? –repetía como un jodido mantra.
- ¿Qué nos ha pasado de qué, Susana? ¿De qué? –respondí, al rato.
- Joder, Eddi Vansi, parece mentira... Llevo toda la mañana diciéndotelo... La debacle de la izquierda...
- Ah, sí... –contesté como si acabara de enterarme-. No sé de qué se extraña, la verdad. Ya le dije yo que el tal Sebastian era de barro, acuérdese...
- Pero era “nuestro hombre de barro”, Eddi Vansi –me respondió, como haciendo de Kissinger-; y deberíamos haberle apoyado con todas nuestras fuerzas...
- No lo dudo, Susana... Pero ya sabe, aquí cada uno vota lo que quiere... Tiene que aceptar que no siempre han de ganar los suyos...
- Es que no entiendo cómo se puede votar a esa gente... No entiendo cómo los trabajadores pueden apostar por la derecha, joder, que no hay más que verlos... La esperanza, la botella, el gallardón...
- La botella... Yo votaría a la botella sin ninguna esperanza...
- No estoy para bromas, Eddi Vansi, joder –me respondió muy seria-. Y ponme otro orujo, anda... Y cambia a la cinco que creo que ahora dan una tertulia.
- No me joda, Susana... Olvídese de eso...
Y mi gozo en un pozo, porque por si fuera poca la crisis política madrileña que Susana vociferaba, entró de pronto Segis, nuestro filósofo de guardia, kioskero en esos ratos en que no cavila, buscándonos con la mirada, y dirigiéndose hacia nosotros con ademán firme y un saco de teoremas y teorías políticas que dejar sobre la barra, para maravilla nuestra, se supone.
- Buenos días –saludó ufano.
- Buenos días –respondí indiferente.
- No será pa tanto –respondió Susana la Bohemia.
- Lo de siempre, Eddi –me dijo-. Susana, no sea usted así, mujer. Imagino cómo debe de estar pasándolo, pero ya sabe que nunca llueve a gusto de todos, y que unos se mojan más que otros tras la tormenta electoral.
Lo de siempre es un tercio de Mahou y un bocadillo de chorizo o de sardinas, en días alternos. Lo de siempre es también un cuarto de hora o veinte minutos de monólogo éticofilosófico del que pocas veces me escapo, porque a esa hora, con tan poca gente, no puedo hacer otra cosa que prestarle atención o que retirarle el saludo para siempre.
Cuando le puse el tercio, y a Susana el orujo, y a mí un Tanqueray con mucho hielo, Ségis andaba ya exponiendo la diferencia entre la democracia directa y la representativa.
Cuando volví con el bocadillo de chorizo el asunto estaba ya, al parecer, en un análisis comparado de “La democracia en América” de Tocqueville, y el “Leviatán” de Locke, aderezado con gritos y objecciones de Susana la Bohemia, más fuera de sí que de costumbre.
- Pero, joder, Segis –le gritaba, enfurecida-; no te vayas por las ramas. Que me da igual lo que pensara Walt Wiltman, coño; que lo que no es de recibo es que este puto Madrid sea tan de derechas y vote a esta gente... Que qué vergüenza... Que esta ciudad no tiene memoria ni cojones, Segis. Eso es lo que digo.
- Pero, ¿tú la oyes, Eddi Vansi? ¿Tú la oyes?
- ¿Que si la oigo? Coño si la oigo. Yo, y todo el barrio, joder...
- ¡Es que este hombre me saca de quicio, eso es lo que pasa!
- Susana, baje la voz, hostia –le dije, hasta las narices ya del tema-. Si sigue gritando voy a tener que echarla del bar, se lo advierto.
- ¡Lo que me faltaba, Eddi Vansi! ¡Que también tú!
- No me canse, Susana... Y tú, Segis, coño, deja a la señora en paz de una puta vez, que ya eres mayorcito, hostia.
- Si yo sólo intento hacerla entender que la izquierda madrileña necesita una catarsis...
- ¡Y una mierda! ¡Tú lo que eres es un quintacolumnista al servicio de la reacción! –gritó con todas sus fuerzas y sus miedos y sus rabias Susana la Bohemia, de modo tal que derribó con su aspaviento su vaso y el de Segis, y con el último giro de sus brazos terminó por derribarse ella misma de su banqueta, dándose como sin querer un sonoro hostiazo contra el suelo.
Así fue la cosa.
Segis y yo la miramos caerse porque no pudimos hacer nada, nos miramos, la miramos de nuevo, ella gritaba y se dolía, Segis se abalanzó hacia ella para incorporarla, yo salí a toda hostia de la barra, junté dos mesas, vi cómo dos o tres clientes se acercaron a ayudarnos, oí cómo un hijo de puta se me fue sin pagar, volví a entrar en la barra a por el botiquín, salí de la jodida barra y ya la habían tendido en la improvisada camilla.
Con mucho cuidado, Segis y otro señor con bigote la exploraron detenidamente, sorteando con resignación sus alaridos y sus improperios.
- No se ha hecho sangre –dijeron al rato y al unísono, sonriendo; y todos, menos Susana la Bohemia, respiramos con alivio.
- Verá como no es nada, mujer –le dije, acariciándola el pelo.
- Ya se oye al SAMUR –dijo otro.
Y vino el SAMUR.
Se armó en la puerta la marimorena, como suele ser costumbre cuando hay una jodida sirena con sus jodidas luces de por medio.
Sacaron a Susana del bar en camilla. La introdujeron en la ambulancia. En el trayecto hablé con uno de los médicos. Que, en principio, no me preocupara. Que parecía sólo una contusión muy fuerte en las nalgas. Y en el codo derecho. No rotura. Pero que por su edad había que mirarla más detenidamente, y que era necesario llevarla al Clínico. Eso dijo. Añadió, por último, y casi en un aparte, que la señora apestaba a alcohol, y que parece mentira que yo consienta eso en mi negocio.
Yo le contesté que legalmente no era mi negocio, y que qué cojones le importa a usted lo que hace o deja de hacer una señora de setenta y tantos años.
La cosa no pasó a mayores porque la ambulancia tenía que irse y yo que volver al bar, y el tipo en cuestión me sacaba la cabeza.
Se fue la ambulancia.
Segis, compungido, me pidió por favor que le mantuviera al tanto de la evolución de Susana.
- Se pondrá bien, Segis –le dije, tranquilizándole un poco-. Ha sido un accidente, no te preocupes, de veras....
Se fue al kiosko.
Volví al bar.
Cerré la puerta con llave.
Recogí a toda prisa.
Salí, y cerré el bar.
En el trayecto al Clínico llamé a María quince veces, y a la decimosexta me descolgó y le conté la película. Con tiento. Como debe hacerse en estos casos. Como uno sabe hacer para no preocuparla demasiado, y que sepa que sólo entre mis brazos se va a sentir segura.
En Urgencias me dijeron que Susana ya estaba dentro y que no me dejaban pasar a verla, pero dejé mi nombre para que me avisaran en cuanto la subieran a una habitación o algo.
A los tres cuartos de hora se presentó María con un escote de espanto, unos vaqueros ajustadísimos y unas sandalias de virgen y, como yo había previsto, nada más verme se echó a llorar desconsolada en mis brazos.
La besé en la frente, en el pelo, como si fuera su padre, coño. Conseguí que nos sentáramos. Conseguí tranquilizarla. Estaba preciosa tan desprotegida, con los ojos llorosos y mirándome como desde detrás del mar.
Otros tres cuartos de hora después gritaron mi nombre por los altavoces, y a los veinte minutos, empujada por un celador todo de verde, salió al fin Susana la Bohemia en silla de ruedas, desmejorada, cansada, triste, sí; pero viva.
- Dichosos los ojos, Susana –le dije sonriendo, contento de veras por verla salir-. Menudo susto nos ha dado, joder...
María le dio un empujón al celador y se hizo con la silla. Yo pregunté por el diagnóstico de Susana al celador, que no sabía nada. Susana la Bohemia traía consigo unos papeles. Los leí, más o menos. Que reposo. Dos semanas. No rotura. Contusiones de la hostia. Codo derecho vendado. Que modere la ingesta de alcohol, si fuera posible. Que para casa pitando.
Así que nos fuimos.
En el taxi la radio hablaba, y cómo no, de la debacle electoral del partido socialista en Madrid, pero ni Maria, ni Susana ni yo dijimos nada.
Sólo el taxista, que unos minutos antes despotricaba contra el caos automovilístico, de nuevo, en su afán de entretenerse o de hacer enemigos, volvió la cabeza hacia nosotros, nos mostró su jodida sonrisa y nos dijo:
- ¡Vaya hostia que se ha dado esta gente!
Pues sí.
Publicado el miércoles, 6 de junio de 2007, a las 16 horas y 35 minutos
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