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LOS BUENOS PROPÓSITOS. Uno puede entender los motivos que han llevado al veterano John Boorman a dirigir In My Country. De hecho, desde sus comienzos, el realizador ha mostrado su interés por abordar temas de relevancia social: la hecatombe medioambiental del Amazonas en La selva esmeralda; la reconstrucción británica tras la Segunda Guerra Mundial en Esperanza y gloria, o una mirada a la trastienda del IRA en la reciente El general. Lo que sí resulta insólito en su filmografía, cuyo último eslabón hasta ahora era la magnífica El sastre de Panamá, es que In My Country sea tan mala.

Y es que poco se puede salvar, en términos cinematográficos, de esta mirada hacia el apartheid sudafricano, rodada con perceptible desgana. Boorman no parece confiar en la mera denuncia política, que, por sí sola, podría haber tenido una cierta entidad. Y, para ello, intenta animar la función de manera poco convincente. En primer lugar, se saca de la manga una historia romántica que mueve al sonrojo, no sólo por la bizarra pareja protagonista —Samuel L. Jackson y Juliette Binoche, en un «duelo interpretativo» (de dolor) que recuerda al de Nicole Kidman y John Malkovich en Retrato de una dama—, sino por la artificiosidad que envuelve toda la peripecia argumental. En segundo lugar, se inventa a un émulo de Eddie Murphy para introducir algunos apuntes cómicos en medio de la tragedia, lo que provoca una grave descompensación dramática. Y, finalmente, ofrece una mirada al microcosmos familiar de la Binoche que resulta hilarante cuando desciende a las confesiones sentimentales de su madre, una venerable anciana que recuerda con un dudoso don de la oportunidad sus escarceos sentimentales en París.

Pero estos «defectillos» que hemos señalado son un pequeño goteo en comparación con el diluvio universal. Y es que lo peor del filme de Boorman reside en su propia inconsecuencia dramática. El realizador se equivoca al introducir la risa histérica de Binoche en un momento climático cuando luego pretende provocar cierta adhesión hacia el personaje. Quizá en la vida se produzcan reacciones aún más extrañas ante el dolor ajeno, pero es sabido que las normas de verosimilitud que rigen el arte no se atienen a las pautas de la existencia común. Tampoco se entiende que el hermano de la protagonista, una «bestia parda», opte por suicidarse tras el sermoncillo que aquélla le dedica. Y el colmo del despropósito radica en la subtrama que recoge las conversaciones secretas entre Samuel L. Jackson y el líder militar encarnado por Brendan Gleeson, unas conversaciones que de repente resulta conocer también Binoche, sin qué sepamos cómo: si Jackson decide contárselas, como parece probable, no se entiende por qué antes se había tomado tantas molestias para que ella no tuviese noticia de sus negociaciones.

En suma, Boorman consigue no sacar ningún partido de un tema en principio atracivo (lo que no deja de tener cierto mérito). A medio camino entre el panfleto bienintencionado, el telefilme de actualidad y el exotismo de tarjeta postal, In My Country no puede integrarse en ninguno de los géneros que toca tangencialmente: ni el filme judicial, ni el romance con tintes interraciales, ni las películas con reporteros de guerra —como Territorio comanche, de Gerardo Herrero; Bienvenido a Sarajevo, de Michael Winterbottom, o Las flores de Harrison, de Eli Chouraqui, tres filmes irregulares pero no exentos de interés—. Algunos críticos han censurado la labor de la pareja protagonista, pero achacar semejante desaguisado al encargado del casting tiene el mismo sentido que matar al mensajero. Habrá que repetir de nuevo lo del infierno y las buenas intenciones.

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Publicado el jueves, 28 de abril de 2005, a las 16 horas y 15 minutos








Ilustración de Toño Benavides
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