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LA COMPASIÓN. Recibo nueva carta abierta de Altares, donde prosigue con su peculiar interpretación de cierta tendencia del cine contemporáneo. Como de costumbre, reproduzco algunos pasajes y me reservo el derecho de omisión: «Una de las mentiras más extendidas en nuestra sociedad proclama que toda opinión es respetable. Por tanto, la discrepancia sólo resulta lícita cuando se ejercita con las debidas precauciones, es decir, con mucho requilorio y en sordina. Siguiendo tan buen consejo, hoy me vas a permitir que discrepe en privado de algunas de tus opiniones públicas. Volvamos otra vez —perdona la insistencia— al terreno minado del cine social. En una de tus últimas críticas, elogias la mezcla de registros y de géneros de Camino a Guantánamo. Desde una perspectiva retórica, estoy de acuerdo: el cine comprometido acaso deba enriquecer el discurso excesivamente lineal de sus modelos. Ahora bien, creo que esos recursos que tanto te gustan también difuminan los argumentos, debilitan la peripecia y acaban por anular a los personajes. En el último cine social abundan los filmíbridos que no son ni documental ni reportaje periodístico ni ficción. Puede que esas películas dinamiten la sintaxis tradicional del cine, pero de paso convierten a los protagonistas en zombies más o menos posmodernos. Todas las cintas clásicas se basaban en la empatía entre el espectador y los personajes. Para que una película condujese a su inevitable catarsis final, el espectador debía olvidar durante hora y media que se encontraba ante una ficción. Hoy, en cambio, lo realmente admirable es destruir con premeditación y alevosía cualquier indicio de identificación entre el público y lo que ocurre en la pantalla. La presencia de actores / no actores, los calculados giros de guión y la artificiosa apariencia de veracidad a veces son síntoma de una frialdad que impide que tomemos partido, que entremos en la película.

Las excepciones, por otra parte, no hacen sino justificar esta norma. El otro día fui a ver El cielito, dirigida por María Victoria Menis. Confesaré que esta vez me animó a entrar en la sala la crítica de cierta revista que afirmaba que la película abría nuevos caminos en el cine argentino. Aquí sí había una voluntad de identificación entre el espectador y el personaje. No obstante, la película se limitaba a seguir las huellas de su protagonista por la senda del determinismo hasta desembocar en un desenlace tan previsible como trágico. Es la pesadilla del cine social: esos personajes medio calvinistas que avanzan ciegamente hacia su holocausto sin sospecharlo, aunque en cambio el espectador lo adivine desde la primera secuencia. Me recordó a Bolivia, la primera película del luego interesante Israel Adrián Caetano. Es el mismo mal que padeció la escuela inglesa del ahora recuperado Ken Loach y el que sufre el bienintencionado celuloide de Fernando León. El cine contemporáneo ha decidido prescindir de la compasión, pero no ha encontrado con qué sustituirla. Entre la saturación y la pobreza estilística, uno echa en falta la serena tristeza de las viejas películas. Posible punto de partida para futuros cineastas comprometidos: a un trabajador italiano le roban una bicicleta…».

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Publicado el lunes, 12 de junio de 2006, a las 17 horas y 31 minutos








Ilustración de Toño Benavides
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