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BUENA PUNTERÍA. El estreno de la nueva película del director coreano Kim Ki-Duk, El arco, vuelve a ser motivo de disputa entre los cronistas habituales: mientras que algunos sostienen que se trata de un «autor», en el sentido más cahierista del término, otros le recriminan su facilidad retórica y la progresiva adaptación de sus filmes al gusto de los espectadores occidentales. Acaso demasiado preocupados por repetir los clichés al uso, parece que pocos críticos están dispuestos a reconocer el anacronismo que supone emplear aún la famosa «política de los autores» y las excesivas reticencias que todavía despierta el cine oriental, frente a la ligereza con que se encumbra a los nuevos valores europeos y norteamericanos.

Desde que irrumpió con la naturalista La isla, que provocaba deserciones en masa en las salas donde se proyectaba, Ki-Duk ha ido limando asperezas formales y desnudando su estilo en sus siguientes entregas estrenadas por estos pagos, ya sea la metáfora zen de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, la amarga fábula de Samaritan Girl o el ejercicio de funambulismo estético de Hierro 3, probablemente su mejor película hasta la fecha. El arco retoma algunos ingredientes de la prehistoria cinematográfica del realizador, como la ausencia de referencias al mundo urbano, la parquedad de decorados (aquí, un barco semi-abandonado), la escasez de personajes (un viejo pescador y su joven prometida, que nunca ha salido de dicho barco) e incluso la reiteración de ciertos motivos (los anzuelos, que aquí no cumplen la función «catártica» de La isla). Por lo demás, el realizador radicaliza aún más algunos de sus rasgos de estilo, como la ausencia de diálogos, que convierte a El arco en una cinta cercana al cine mudo. Este despojamiento formal exige, de entrada, no poca maestría para captar la atención del espectador basándose únicamente en las sugerencias que jalonan la trama y en la precisión de las imágenes. Así, la película se sostiene sobre la reiteración de los objetos y las actividades que pautan la vida cotidiana de los protagonistas, y que se convierten en emblemas de su existencia: la música del arco, la liturgia de la adivinación, el calendario donde aparece marcada la fecha de la boda entre el viejo y la joven…

Todos estos elementos se someten a un proceso de simbolización que entronca con el Ki-Duk más maduro de sus últimos filmes. Desde la presentación del joven pescador que descubre a la protagonista, la peripecia aumenta en intensidad dramática al tiempo que se va desvaneciendo su acotación realista. Poco a poco, los gestos de los personajes se llenan de contenido simbólico y las costumbres arraigadas se transforman en rituales. Esta dimensión metafórica se acentúa en el tercio final de la película, donde las ceremonias del amor y la muerte (la boda y el suicidio) se funden en un mismo plano. Incluso Ki Duk se permite rizar el rizo en una pirueta de corte fantástico que no desvelaremos aquí, pero que acaba por perjudicar a la cinta, ya que explicita lo que hasta el momento había conseguido sugerir. Aun con esa escena prescindible, que a punto está de destrozar toda la arquitectura que el director había construido pacientemente, uno no tiene muchas ocasiones de ver a lo largo del año películas tan apasionantes como El arco. A Ki-Duk le ha faltado poco para dar en la diana, pero ha dado sobradas pruebas de que tiene buena puntería y de que sabe tensar el arco de la ficción como sólo son capaces de hacerlo los grandes maestros del séptimo arte.

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Publicado el miércoles, 5 de abril de 2006, a las 13 horas y 32 minutos








Ilustración de Toño Benavides
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