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ME PASA POR GILIPOLLAS. Por creerme aún con veinte años y además, el rey del mambo.
Por pensar que todavía puedo darme de hostias con un armario de dos puertas y salir victorioso.
Yo me creía aún con la fuerza de antaño, portador de un vigor que me haría saltar de la barra y arrearle una manta de palos al maromo que acosaba a María, y no fue así, joder, está claro que ya no es así. Que quién me manda a mí meterme en estos líos. Que los años pesan toneladas además de pasar volando, y sobretodo para mí, que tengo el cuerpo podrido de tanta ginebra, tanto tabaco y tantas noches desacertadas.
Me queda el consuelo de que, al final, María se apiadó del débil y de que ella ganó la batalla que yo perdí por K.O. profiriéndole al chulo de tres al cuarto, una serie de insultos directos a su ego que seguro le dolieron más que mis torpes puñetazos.
Si en el bar en que trabajo existe siempre “la posibilidad de”, también incluye irremisiblemente la certeza de llevarte una paliza. Te pongas como te pongas, si llevas más de mil horas detrás de una barra, es imposible que no des con el imbécil de turno al que vas a partir la cara, y al final acaba dándote la del pulpo.
Las peleas tienen eso, claro, que cuando empiezan no se sabe cómo acaban, y hay un momento en el que cruzas el umbral de ir a por todas y ya da igual, ya tienes que ir, que golpear, ya tienes que tener cintura y rabia, por más que te estén lloviendo hostias hasta debajo de las uñas, y tengas unas ganas enormes de que te maten de una puta vez. Y esto es lo que me suele pasar a mí, que suelo dar una de cada cien, que hay que ser honesto, joder, y que no sirvo más que para combatiente en la reserva.
La otra tarde, Susana y María habían entrado para tomarse una caña que refrescase su paseo vespertino por Madrid, que ya son ganas.
María, espectacular con su vestido ceñido y todo magníficamente bien puesto en su sitio, me miraba de otra forma que la primera vez que nos vimos, no sé, menos vergonzosa, más directa, más como aceptando de antemano mis proposiciones.
Una caña para María.
El orujo de Susana.
Mi lingotazo de Tanqueray.
Charlábamos entretenidos, sobre todo yo, que derrapaba en las curvas de María, e incluso su tía abuela parecía confiar en mis miradas lascivas, convencida de lo inevitable.
-Tú, ponme una cerveza. Fría y sin vaso.
En el otro extremo de la barra había puesto su culo, musculado, un chaval que no debía llegar aún a los treinta. Camiseta pegada, bañador largo, pelo engominado cual puercoespín en pleno ataque de celos, y una mandíbula tan desencajada por la cocaína que parecía el muñeco de un ventrílocuo.
-Una cerveza fresca para el caballero –le dije.
-A mí no me toques los cojones, gilipollas –me contestó, tajante y sin aparente esfuerzo, como si esa fuera su respuesta habitual al servírsele una caña.
Bien, la cosa se veía venir, qué coño.
El chaval iba tan puesto que no distinguiría el tubo de cerveza del extintor, así que no le hice ni caso, que es lo que hay que hacer cuando un zumbado anda buscando pelea, y tú no.
Le di un punto extra al aire acondicionado pensando que sería necesario refrescar el ambiente.
Volví a los pechos de María y a la conversación de Susana sobre la invasión israelí del Líbano y de cómo el mundo era un jodido polvorín en el que, el día menos pensado, íbamos a volar todos por los aires.
El mozo, con su paso firme y su mirada perdida, avanzó hacia nosotros con su botella de cerveza fría en la mano.
Se sentó en la banqueta que quedaba libre al lado de María y se puso a mirarla tan indiscretamente que me molestaba.
“Oye tú, esos pechos son míos, jodido cabrón”, pensé decirle; pero no le dije nada, para qué, me doblaba en corpulencia y hacía un calor de mil demonios...
-Qué buena estás- le espetó a María mirándola de arriba abajo.
María, tímida, ruborizada, se atrevió a contestarle un “gracias” muy bajito, y haciendo amago de levantarse para situarse al otro lado de Susana, palideció cuando el muchacho la agarró del brazo.
-Oye, no te vayas, que todavía no te he mirado todo lo que quería –le dijo a María- Pero qué pinta de chuparla de puta madre tienes, niña.
El tipo era un imbécil, claro. Un kamikaze buscando dónde estrellarse, y yo por momentos notaba como la sangre golpeaba mi sien y cómo tragaba saliva más rápido que de costumbre, y cómo apretaba mis puños probando mi fuerza.
Susana, en vez de esperar a que la situación se calmase, intervino decidida echando más leña al asunto.
-Oiga, mozo! ¡Un poco de respeto! Será el niñato hijo de puta.
-Usted se calla abuela, que le doy un palo que no vuelve a ver el sol.
En ese punto, no me quedaba más remedio que intervenir, porque de alguna manera soy también el segurata del bar, además del psicólogo, el enfermero, el padre y el camarero según se tercie.
Decidí poner paz en el improvisado conflicto, en plan casco azul pero con más cojones, y le dije con todo cariño al anormal de marras:
-Venga joder, no nos vamos a cabrear por esto, ¿verdad?Suelta a María y nos relajamos ¿vale? ¿Otra cerveza? Invita la casa.
-¿Quién eres tú, el jodido chulo de la putita esta?
-Oye mira- el muchacho había traspasado la raya, desde luego, pero le di otra oportunidad, o eso creí- yo no quiero broncas en mi bar, así que como tenemos reservado el derecho de admisión, te pediría por favor que te fueras.
Sabía que no saldría, que los tontos tienen el don de la obstinación, así que mientras se lo decía, salí de detrás de la barra pausadamente, apreté los dientes. Puse la mejor cara de asesino que tengo. De al lado de la caja registradora cogí una barra de hierro que tengo para estos casos.
La suerte estaba echada.
Justo al llegar a su lado, cuando ya estaba decidido a partirle en dos la cabeza, el primer golpe me vino en plena nariz, potente, directo, como un sartenazo de aceite hirviendo o yo qué sé.
Hostia.
El dolor se hacía un grito hueco en la cabeza y yo retrocedí y me tambaleé bastante, lo justo para perder en el viaje al suelo la barra de hierro, y derribar con estruendo un par de banquetas.
El hijo de puta se vino hacia mí con mala pinta. Me levanté como pude y, según llegaba, le lancé un derechazo digno de un Bruce Lee venido a menos que dio en el aire, situación que él aprovechó para abalanzarse sobre mí y rodar los dos por el suelo.
Joder.
Se levantó antes que yo, y yo ya no pude levantarme.
Luego fue una lluvia de hostias de las que intentaba defenderme como si me hubiera caído en un encierro y un jodido miura me estuviera pateando el estómago.
Menos mal que de tanto dolor ya no te duele nada, y eres como un saco sordo lleno de paja.
No sé si fue Susana la que avisó a los municipales, pero llegaron antes de yo morirme o de que él me matara, que en estos casos, ya carece de importancia una cosa u otra, y nunca me alegré tanto de ver a dos uniformados entrar en mi bar.
Se llevaron al chaval que, mientras salía, escupía insultos como poseído por la versión heavy de Satanás y jurando que volvería para acabar conmigo y follarse a María.
Joder, yo iría al grano y me follaría a María directamente, ¿para qué gastar fuerzas con un camarero inútil?
-¿Estás bien, Eddi Vansi? Oh! Dios mío! Vamos a llevarte al hospital a que te vean- María se entornaba sobre mí apoyando mi cabeza en sus muslos.
Era como un ángel moreno, o a lo mejor eran los golpes, que me hacían alucinar.
Joder, tenía el cuerpo como si me hubiera molido una hormigonera.
Qué hijo de puta el cocainómano.
Nunca sabes cómo va a acabar una pelea, aunque en esta, no hacía falta ser un vidente para predecir cual sería el resultado. Estaba claro desde antes de que empezase: una costilla maltrecha, una ceja partida, la nariz hinchada, contusiones por todo el cuerpo y una muela por reponer. A mis años, como poco, baja segura para el mes de Agosto.
María se vino en la ambulancia del SAMUR y, cuando me subieron a planta, estuvo sentada a mi lado en la habitación, mirándome y mimándome, coincidiendo un instante con una Marta que al llegar me dedicó sus lindas palabras de amor.
-¿Quién coño es esta tía?
Y luego añadió:
-Definitivamente, Eddi Vansi, tú eres gilipollas. ¿A quién se le ocurre pegarse con nadie? Y más tú, joder, que no le ganarías ni a un niño… Desde luego, contigo no gano para sorpresas.
Me dieron el alta al día siguiente, aún dolorido y anquilosado, y con la agridulce sensación de haberme convertido en una especie de Superman torpe para María que, ahora sí que estoy seguro, me mira ya con otros ojos.
En todo caso, tengo todo el mes de agosto para mirarlos y poder contarles lo que veo en ellos a mi vuelta, en septiembre.
Salud.
Publicado el sábado, 5 de agosto de 2006, a las 18 horas y 44 minutos
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