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BLUEBIRD. Lo que me ocurrió el otro día en Madrid camino de alguna parte imagino que fue fruto de una casualidad, del jodido azar, de la buena suerte, pero bien pudiera ser que se tratara de una señal del destino o del guiño de algún dios tuerto.
En principio, apuesto por el azar, porque soy un descreído, no tengo ni idea de esoterismo, ni advierto más señales que las de las salidas de emergencia y las de tráfico, ni atiendo a más guiños que a los de las mujeres, y no considero el mundo como producto de un plan, ni me considero tan importante como para que un dios se preocupe en escribir, como dicen algunos, mi destino.
Por mí, que follen a los horóscopos y a los adivinadores y a los que dicen decir palabras divinas y hablar en nombre de los muertos o de los dioses ya que, por no creer, no creo ni en lo que dicen los vivos.
En principio, mi vida es mi vida y es sólo mía y de mí depende.
Sé que no del todo, que depende también de si llueve o si no llueve, de un tiesto que se cae, del resto de personas; de mis vecinas estudiantes, de Susana la Bohemia, de Marta, de Cleo, de Zapatero, de Bush, de Aznar, del buen humor de mi jefe, de un muerto de hambre, de un borracho violento al volante de un coche potente, de cualquier hombre en cualquier país de cualquier mundo que desencadene el Armagedón con su odio o su amor o su locura.
Soy consciente; pero aun con eso, me gusta pensar que mi vida es mía, jodidamente mía, y que no la escribo sino yo mismo con mis decisiones y mis indecisiones, con mis fracasos y mis laberintos y mis borracheras, a pie de obra y sin casco, porque soy un hijo de puta con la cabeza a prueba de bombas.
Eso creo, en principio, aunque no recuerdo bien a qué ha venido esta declaración de principios tan desnuda.
Sea lo que sea, lo que quiero es contar esta historia, porque para eso escribo lo que me apetece en este blog que tampoco es mío del todo.
La M30 es lo más parecido al infierno de Dante y, quizá por eso, al suceder allí, lo que me ocurrió adquiere más belleza o significado que en otra parte. Cualquier otro día no, no lo discuto; pero hoy me he levantado así de sereno y de cursi.
No cojo mucho la M30 si puedo evitarla, pero a veces no queda más remedio que adentrarse en sus mandíbulas para llegar tarde a cualquier sitio. Y qué mandíbulas, qué boca de lobo, qué fauces. Triturados, atascados en su puto esófago, los coches inmovilizados en medio de un paisaje de polvo y de hierro, de grúas y de obreros con cascos reflectantes dando paso a infinitos camiones polvorientos, no parecemos sino condenados de mierda por ser madrileños, habitantes del infierno, la jodida bilis de este jodido monstruo que es Madrid, visto a través de los cristales de un automóvil.
En eso pensaba el día de autos, de mañana, a la altura de lo que era el río Manzanares a su paso por el puente de Segovia, atrapado en un atasco, prisionero en mi coche, sin una botella de nada a la que echar un trago y la radio jodida, para más sorna.
Acababa de colgarme el teléfono Marta, porque me dijo no sé qué y yo le contesté con esa mala hostia de la que hago gala en demasiadas ocasiones y porque estaba del atasco hasta los cojones. Cuarenta minutos para consumir cuatro kilómetros acaban con la paciencia de cualquiera.
Además de sacarte de quicio, una de las peores consecuencias que se derivan de un atasco es que terminas con la pierna izquierda destrozada de tanto apretar el pedal del embrague. Te pasas hora y cuarto metiendo y quitando primera y segunda, y serías capaz de matar por un puto coche con el cambio automático.
En una de esas infinitas veces que pisas el embrague y metes primera y aceleras y vas soltando el embrague y avanzas cuatro metros y pisas el freno y desembragas para no tragarte al de delante, de pronto, como si se apareciera dios en una casa de putas, no sé si venido del cielo o del cieno del jodido Manzanares, un pájaro azul, de un azul mate, sobrenatural, con una cresta azul marino, se posa en mi retrovisor izquierdo.
Joder, le miro, y supongo que me mira. No doy crédito, coño.
Si hubiera atropellado, sin querer, al Alcalde, o se hubiera posado un buitre en mi capó, me habría sorprendido menos. De verdad que ese pájaro era digno de ver, allí, tan vivo y tan azul en mitad de ese paisaje gris de mierda.
A los pocos segundos se mueve el coche de delante. Piso el embrague. Acelero. Se mueve mi coche. Etcétera.
El pájaro azul alza el vuelo. "Se va”, me digo.
Y no, no se va. Mi coche se mueve y él aletea esforzado a la altura de mi ventanilla y, cuando me paro de nuevo, se vuelve a posar en el mismo sitio.
Y así tres veces.
Un pájaro azul.
Eso fue.
Quizá viajó conmigo durante un minuto.
Quería contarlo, coño; porque ha sido el mejor minuto desde hace muchos meses y porque no todos los días uno tiene la puta suerte de tener un ave del paraíso como compañera de viaje.
Publicado el sábado, 15 de abril de 2006, a las 23 horas y 16 minutos
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LIBROS. Tal vez un libro sea el objeto más preciado que conozco, que poseo, que existe. No un libro concreto, ni tampoco cualquiera, pero sí ese jodido libro en general que todos tenemos en la cabeza, esa novela que leímos o que leeremos, esa colección de poemas, esa historia impresa envuelta en unas tapas de cartón que a veces te atrapa, y que entonces te cambia y te hace crecer y te subyuga. Reivindico el libro como objeto mágico, como una puerta que abrimos, como un llegar al fondo de lo desconocido, como una borrachera de puta madre.
Me gusta fundir el alcohol con la lectura, beber cuando leo, porque con la mezcla, el sabor de lo que veo impreso cambia, y soy más yo y el libro es más mío.
Creo que ningún otro objeto de los que me rodean reúne sus condiciones.
Es como aquella gilipollez que preguntan de, qué te llevarías a una isla desierta. Vale, una mujer. Yo me llevaría a una mujer, a muchas mujeres; pero una mujer no es un objeto, al menos algunas, por más que hay muchos objetos que son mejores que muchas personas.
Joder, entonces me llevaría un libro. Me llevaría un trailer de jodidos libros para no sentirme solo, para que fuera una isla poblada de innumerables vidas que podría revivir sólo leyendo. Porque eso es también y sobre todo un buen libro: compañía. Voces. La jodida vida tal cual es plasmada a golpe de tinta, sin dilación, sin dudas: con algún retoque, con algún cambio de última hora, pero la vida en enaguas, prácticamente desnuda, vomitada desde el estómago del autor.
Me los llevaría para que pudiera viajar en esas naves de papel a donde me diera la gana y cuantas veces quisiera, porque los buenos libros son a veces los mejores viajes.
Y devorarlos, un puto orgasmo magistral.
Y a la sombra de una palmera me sentaría a leer o releer un libro, este libro, o este otro, con el mar enfrente, con mi pinta de jodido Robinson Crusoe pasado por el tamiz del Albaicin y Malasaña, echando tragos a una botella de ginebra de coco, si es que existe, y así día tras día saboreando atardeceres.
Hoy Marta me ha regalado “El escritor y sus fantasmas”, de Ernesto Sábato. Dice que lo vio en el catálogo del Círculo de Lectores, que leyó la sinopsis, y pensó que tal vez me ayudaría. Marta siempre está convencida de que podría ayudarme a través de un libro: no sé bien a qué, pero ella se empeña en hacerme la vida más fácil a través de ellos.
- Eres un cielo, Marta –le he dicho, agradecido de veras.
- No sé si soy un cielo, pero te quiero, Eddi Vansi. Eres un hijo de puta, pero me gustas mucho.
- A mí se me ha olvidado regalarte nada... Ya sabes, soy un puto despiste. Lo siento, Marta.
- Déjalo de pie, como tú dices.
Y hemos acabado follando como adolescentes en la cocina, yo de pie y ella medio subida encima del lavaplatos, un invento, por lo demás, imprescindible.
Publicado el domingo, 23 de abril de 2006, a las 23 horas y 19 minutos
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