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PINCHAZO. Reventó una rueda. Estábamos a unos veinte kilómetros, ya habíamos pasado Lerma. Sonó el pinchazo, solté el libro y me agarré al asiento de delante mientras el autobús traqueteaba y el conductor frenaba. Algún pasajero gritó, pero no corrimos peligro, creo, o al menos no me lo pareció. Cuando nos quedamos parados en el arcén, un agorero le dijo a su acompañante que nos habíamos salvado de milagro pero que ahora podía llegar lo peor, porque nos podían dar por detrás. Sin embargo, vi más sonrisas que muecas. Tres minutos antes dormíamos, leíamos o veíamos una película, aburridos, callados. Ahora todos contábamos por teléfono lo que nos había pasado, lo que nos estaba pasando. Algunos pasajeros hasta charlaban con otros. La situación parecía emocionante. Media hora después llegó otro autobús. Bajamos. Como no llevaba equipaje en el maletero, fui de los primeros en subir. Me senté otra vez en la plaza 21 y continué leyendo. La chica que iba al lado se volvió a colocar junto a mí.

Publicado el martes, 3 de mayo de 2005, a las 17 horas y 41 minutos

PUENTE DE MAYO. La primera pota regó el colchón –nuestro colchón dos por dos, para tres desde hace ya tres meses– el jueves por la noche. Mejor dicho, el viernes a las cuatro de la madrugada. El churumbel devolvió el pollo de la cena y las verduras de la comida. Como buenos profesionales, le calmamos, le pusimos un pijama limpio, cambiamos las sábanas y volvimos al sobre. Una hora más tarde lanzó otra andanada. Repetimos la operación. Media hora después, le cogimos antes de que sembrara otra vez la cama. Al rato me levanté, pillé el autobús y traté de abrir la boca lo menos posible (para no meter la gamba ni bostezar) en una reunión. Regresé. Aunque el sábado, mejor no doy detalles, tuvimos que llevarle a toda prisa al hospital, el domingo el churu ya estaba casi recuperado. A cambio, le pasó el testigo al amor de mi vida, que se pasó casi todo el día en la cama. Y el lunes me tocó a mí. Me pasé todo el día viendo la final del Campeonato Mundial de Snooker y haciendo cosas que mejor no os cuento pero que, no hay mal que por bien no venga, me han dejado con tres kilitos menos. Y aquí estoy, aquí sigo.

Publicado el miércoles, 4 de mayo de 2005, a las 9 horas y 49 minutos

JUAN BAS. De «El Rolls Royce de los juegos de cartas», publicado en «Eñe»: «Ganar una buena mano, una suculenta y disputada mano en una partida de póquer, es una de las sensaciones más intensas, excitantes y embriagadoras que uno puede experimentar para distraerse de esta pesada broma que es la vida. (…) Una partida de póquer sin dinero es tan absurda y estéril como meter mano a alguien con guantes de boxeo de cinco onzas. El envite monetario es lo que establece todo el juego psicológico que pone en marcha los resortes de la ruindad, la avaricia, lo temerario, lo racional y lo irracional. Esa pulsión esencial que es el apego al dinero».

Publicado el jueves, 5 de mayo de 2005, a las 9 horas y 27 minutos

¿ARQUITECTO DE LA INFORMACIÓN?. Era periodista. Antes. Ahora soy, entre otras cosas, fontanero. O peón. Un ñapas con teclado.

Publicado el viernes, 6 de mayo de 2005, a las 20 horas y 06 minutos

«¿UNA COLUMNILLA SEMANAL?». Vivo sin vivir en mi ciudad. No compro este diario ni ningún otro. Ni veo televisiones ni escucho radios locales. No voy al fútbol, ni siquiera sé en qué división juega nuestro equipo, si es que tenemos alguno. No pertenezco a ningún partido ni a ninguna otra asociación benéfica, o maléfica. No piso el teatro, apenas frecuento los cines y ya no sé cómo se llaman los bares donde hay que abrevar ni los garitos en los que nadie te debe encontrar.

Tal vez viva aquí como podría vivir en otra ciudad. O quizá no. No sólo vivo en esta ciudad porque haya nacido aquí, y/o porque vivan aquí unas pocas personas que no viven en otra parte.

Vivo, más que en una ciudad, sólo en tres o cuatro calles. La del portal y la pescadería. La de la cafetería donde desayunamos. La del «territorio comanche» (mi suegra y la suegra de mi mujer comparten avenida). La del súper. Y poco más. Bueno, me olvido del parque, la jungla donde el churumbel juega con otras fieras.

Vivo en esta ciudad sin trabajar aquí. Me llaman el mantenido porque parece que no trabajo, me ven en la calle detrás del triciclo o con las bolsas de la compra. Pero, aunque no fiche en ninguna empresa, teletrabajo. Soy un cibercurrante, o un cibercurrito. Además, ejerzo de amo de casa.

Hace meses le propuse a Antonio José Mencía que escribiera un diario internetero –un «blog» o bitácora– , dentro de la web donde aparece el mío. El martes pasado me confesaba que no dispone de tiempo: le acaban de nombrar director de estas páginas. Luego, como quien no quiere la cosa, me preguntaba: «Por cierto, ¿te animarías a una columnilla semanal?» Después de consultarlo con la almohada y el amor de mi vida, le dije que sí, y aquí estoy.

Me da que tendré que pasarme de vez en cuando por algún quiosco. Quizá hasta vuelva al fútbol, al teatro, a los cines y a los bares. Ahora necesito saber qué está pasando aquí. Porque algo tendré que contar, ¿no?

Publicado el lunes, 9 de mayo de 2005, a las 10 horas y 11 minutos

COMO UN CARTUJO. En este dormitorio donde escribo hay una cadena de música, una televisión y una radio despertador. A través del ordenador, además, podría escuchar discos o la radio. Pero trabajo como un cartujo, en silencio, incluso trato de teclear con suavidad: el churumbel duerme la siesta. Está detrás de mí, tumbado en nuestra cama. A veces suspira, a menudo cambia de postura… Por las tardes disfruto de una banda sonora que pronto echaré de menos.

Publicado el martes, 10 de mayo de 2005, a las 18 horas y 06 minutos

PICHICHI. A bote pronto, caigo en la cuenta de que he compartido vestuarios, además de con compatriotas, brasileños y argentinos, con alemanes, checos, rumanos, yugoslavos, turcos, italianos y polacos, con indios panameños, chilenos y colombianos, con negros franceses, holandeses, nigerianos y cameruneses... y con un japonés. Un pirado que no sonreía ni al golear. En las ruedas de prensa toreaba a los fotógrafos. No gesticulaba nunca y no dejaba nunca de mirar al traductor. Le importaba una mierda hasta que preguntara una periodista buenorra. A mitad de temporada, los foteros, que te masacran a flashazos en cuanto arqueas una ceja o te rascas la nariz, dejaban la sala después de la primera respuesta del maniquí parlante. En cambio, yo sí que les daba juego. Y desde el primer minuto. Que no sólo se ganan los partidos pisando hierba. Debo de haberme tragado demasiadas películas cutres, porque recuerdo la escena en cámara lenta. Me veo entrando en el salón de trofeos, enlutado por Armani y escoltado por el presidente y el entrenador. Me veo asediado por copas, cámaras y focos mientras los Sebagos se hunden en una alfombra roja. Suena el himno. Subimos al estrado y nos sentamos. El presi me sube a los altares, pero el hijoputa del míster vuelve con la memez que soltó antes del fichaje y repite que seré uno más dentro de la plantilla. Llega mi turno. Entonces desenfundo las gafas y me las calo sin un parpadeo. Uno cero...

Publicado el miércoles, 11 de mayo de 2005, a las 20 horas y 50 minutos

SOFIA COPPOLA. En «Lost in translation»: «Todo se vuelve mucho más complicado cuando tienes hijos. El día más aterrador de la vida es el día en que nace tu primer hijo. Tu vida, la que conoces, se acaba, y nunca volverá. Pero luego aprenden a caminar y a hablar y quieres estar con ellos, y acaban convirtiéndose en las personas más deliciosas que conocerás en toda tu vida».

Publicado el viernes, 13 de mayo de 2005, a las 9 horas y 37 minutos

SÁBADO. Ocho menos cuarto de la mañana. Salgo de casa después de enchufarle al churumbel un biberón con un cuarto de litro de leche y ocho cucharaditas de papilla, que bebe de un trago sin abrir los ojos. Me cruzo con un barrendero, que vacía una papelera conectado a unos auriculares. Me paro ante un semáforo en rojo. Aunque apenas circulan coches, se acerca un autobús. Entonces alucino: menos el conductor, dentro sólo hay mujeres, quince o veinte mujeres. ¿Adónde van?

Publicado el sábado, 14 de mayo de 2005, a las 8 horas y 11 minutos

≠. Te he visto en el periódico, me dicen. A veces hasta me felicitan o me dan la enhorabuena. Me han visto. Pero no dicen que me hayan leído. ¿Por qué será?

Publicado el domingo, 15 de mayo de 2005, a las 17 horas y 13 minutos

EL MARRÓN DE LA FOTO. Me cagó una paloma. O una cigüeña. Qué sé yo. Ocurrió de la peluquería a casa y me di cuenta en el ascensor. En el espejo había un tipo como yo, con los zapatos marrones, el polo marrón, la americana marrón… y con un proyectil celestial. Al pájaro le faltó poco para encestar en el bolsillo superior de la americana.

Fui directo al cuarto de baño, pero ya no para afeitarme, sino para intentar arreglar el estropicio. Quité la caca con papel higiénico, mojé un trapo y froté la americana con tantas prisas como poca pericia. Enchufé el secador. Cuando me harté, la parte superior izquierda de mi querida americana marrón había mutado. Ahora es grisácea, negrácea, marronácea.

En fin, elegí una americana negra y busqué unos zapatos también negros. Encontré dos pares: unos muy cómodos, un poco gastados, y los de la boda. Mis zapatos de la suerte. Pero la suerte puede cambiar…

Entonces no sabía dónde queda la nueva sede de este diario. En serio. Como me habían dicho que se encuentra en una avenida cercana a casa, me figuré que debía de estar más o menos a la altura del hipermercado, así que se me ocurrió ir hasta allí dando un paseo. En mala hora…

Suelo caminar deprisa, pero al llegar al híper tuve que bajar el ritmo: los dichosos zapatos se estaban vengando por los cuatro años de reclusión en el armario. Sobre todo, el derecho, empeñado en taladrarme el talón. Estuve a punto de entrar para comprarme unas tiritas, pero continué andando.

Faltaban casi dos kilómetros. Un maratón. Un martirio.

En fin, llegué. Despellejado, pero llegué. Subí a la segunda planta y el director me plantó frente a la cámara de Ángel Ayala. Mientras me robaba el alma a flashazos, aún no se me había ocurrido escribir estas líneas. Entonces sólo podía pensar en los zapatones. Y en el pajarraco.

Publicado el lunes, 16 de mayo de 2005, a las 9 horas y 44 minutos

441.232 JERINGUILLAS. Francisco Javier Barroso, en «El País»: «A unos 300 metros de Las Barranquillas, apartada por un camino lleno de baches y socavones, está la narcosala (un centro asistencial de la Comunidad de Madrid), donde los yonquis acuden para inyectarse o para ser atendidos.

La
narcosala tuvo en 2004 unos 500 usuarios fijos y otros muchos esporádicos. Cada día acudieron una media de 100 drogadictos (el 70% hombres). En la narcosala es posible obtener una jeringuilla nueva a cambio de una usada. El año pasado, los empleados de este centro recogieron 441.232 jeringuillas (una media de 1.210 al día)».

Publicado el miércoles, 18 de mayo de 2005, a las 8 horas y 24 minutos

EÑE. Si dispones de tiempo de sobra, lee periódicos, revistas y libros. Si no dispones de demasiado tiempo, lee revistas y libros. Y si apenas cuentas con tiempo, lee sólo libros. Como todos, este consejo –que leí con palabras que no recuerdo quizá en un periódico, me temo– tiene excepciones. Una de ellas es «Eñe», una revista que merece ser leída como un libro.

Publicado el miércoles, 18 de mayo de 2005, a las 18 horas y 20 minutos

EN EL PASO DE CEBRA. Cinco de la tarde. Sábado. Una adolescente discotequera y un señor calvo y gordo discuten en mitad de la calle. Él cruza la carretera bastante antes del paso de cebra y ella, justo al echar a andar en dirección contraria, dice: «Que tú tienes noventa años y yo dieciséis putos años de mierda».

Publicado el sábado, 21 de mayo de 2005, a las 17 horas y 32 minutos

EL SEMÁFORO. Antes apenas me fijaba en los semáforos. Ahora empujo un cochecito o un triciclo y, como casi todos los padres con bebés o hijos pequeños, sólo cruzo con luz verde.

Pero un semáforo rompe mis paternales y educativos esquemas. Me saca de mis casillas. Y no sólo a mí. Algo falla para que un día tras otro, siempre en ese semáforo, sobre todo en ese condenado semáforo, se repita la misma escena con escasas variantes.

Esta mañana, por ejemplo, llevo al churumbel a casa de mis padres. Mi niño ha elegido el triciclo. Vamos más despacio que con el cochecito, aunque ya llegue a los pedales. Avanzamos más de cincuenta metros de un tirón, desde el portal hasta el parque. A estas horas los críos aún no han invadido los columpios, pero mi churumbel ya quiere lanzarse por los toboganes y conducir el tren. Para conseguirlo, intenta salir del triciclo como sea. Después de una breve pero intensa batalla, quedamos en tablas: nos vamos de allí pero acabo llevándole en brazos. Mejor dicho, en brazo, porque le sujeto con uno y con el otro empujo el triciclo.

Al cruzar la avenida, poco antes de llegar al río, nos topamos con el semáforo.

Está en rojo, para variar. Esperamos. Mi niño pesa ya catorce kilos. Un abuelete también aguarda, pero dos señoras cruzan en rojo, aprovechando que no pasan coches. Hacen bien, porque cuando cambia de color y el bastón y la rueda delantera del triciclo se adentran en el paso de cebra, justo entonces aparece un coche y pasa rozándonos. El semáforo luce verde para los peatones pero ámbar para los automóviles, que vienen embalados desde un semáforo en verde situado en la otra margen del río. El abuelo alza la cachava y dice: «¡Vaya pedazo de cabrón!»

Sin abrir la boca –no me apetece enseñarle tacos a mi niño–, también cubro de insultos al conductor, aunque la culpa no sea sólo suya.

Publicado el lunes, 23 de mayo de 2005, a las 9 horas y 36 minutos

JOHN FRANKLIN BARDIN. En «El percherón mortal»: «En último extremo, la psicología del asesino y la del bromista difieren sólo en grado. Ambos son sádicos; ambos disfrutan con lo grotesco y con el placer de infligir dolor a otros. Podría considerarse el crimen como la broma definitiva y, a la inversa, a la broma como la forma social del asesinato».

Publicado el martes, 24 de mayo de 2005, a las 8 horas y 33 minutos

A LOS PUERTAS DEL COLE. Mi niño, atraído por el jolgorio, intenta entrar. Nos quedamos pegados a una valla, contemplando el recreo, y no puedo evitar escuchar cómo una maestra se desahoga así: «Les digo que no pueden venir con el tamagochi ni con la gameboy, y va una y dice: ¿Y no puedo traer el móvil? Le digo que no, y que en todo caso en clase no se puede tener los teléfonos conectados. ¿Será posible? Si sólo tienen nueve años…»

Publicado el miércoles, 25 de mayo de 2005, a las 17 horas y 25 minutos

20.000 ANILLOS DE MATRIMONIO. Jesús Hernández, en «Las cien mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial»: «El día 15, una última formación de bombarderos acabaría de reducir Dresde a unas ruinas humeantes. Los aviones aliados no encontraron resistencia; tan sólo ocho de los más de 1.500 aparatos que participaron en el ataque no regresaron a sus bases. Se desconoce el número final de fallecidos, pero podría llegar a 300.000, casi el doble que las víctimas de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki juntas. Se reunieron unos 20.000 anillos de matrimonio, rescatados de los cadáveres calcinados».

Publicado el sábado, 28 de mayo de 2005, a las 11 horas y 34 minutos

ENCRUCIJADA DE GENERACIONES. Sábado de mayo. Nueve menos cuarto de la tarde. Los peques menos estivillizados del barrio aún gobiernan el parque, agazapados en el tren, trepando a los toboganes...

Cerca, a cuarenta o cincuenta pasos, el polideportivo rebosa de decibelios, como todos los sábados de este mes. Se ha convertido en una discoteca light, apta para adolescentes de trece años en adelante, donde una veintena de monitores y varios guardas jurados logran, no sé si milagrosamente, que centenares de chavales, a veces incluso más de un millar, se diviertan allí varias horas sin beber alcohol ni consumir drogas. Alrededor del polideportivo deambulan lolitas minifalderas y émulos de Eminem que no practican el botellón (al menos, allí no) y que de vez en cuando recalan en los columpios si los niños los dejan libres…

Junto al polideportivo se alza un centro social de una caja de ahorros también consagrado al ocio. Allí pasan el rato, leen el periódico, charlan, cantan o juegan a las cartas decenas de abuelos (iba a poner ancianos, esa palabra tan respetable, o viejos, esa otra palabra igual de precisa aunque tan deteriorada, pero me consta que a muchos no les gusta que les llamen así, y me niego a decir «personas de la tercera edad» o «mayores»). Poco antes de las nueve, muchos abandonan el edificio en pequeños grupos…

Entonces la riada de abuelos se desborda por el parque y las calles cercanas, se cruza con el torrente adolescente y a veces se funde con un cauce intermitente y poco numeroso: el formado por los niños que regresan a casa, casi siempre a regañadientes, y por sus padres…

Los padres, ay, somos la generación intermedia. Orgullosos de nuestros niños, contemplamos a los joveznos con una envidia mal camuflada y a los abueletes con una desazón inconfesable. Ayer hacíamos cola para entrar en discotecas y mañana tal vez podamos echar unas manos de mus en hogares de pensionistas.

Publicado el martes, 31 de mayo de 2005, a las 1 horas y 28 minutos

Ilustración de Toño Benavides
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